editorial
- Después de la caída del muro de Berlín, la historia comenzó a deslizarse hacia la globalización.
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El retorno del tribalismo
Después de la caída del Muro de Berlín, ícono de la derrota del comunismo internacional y del final de la bipolaridad del poder mundial, la historia comenzó a deslizarse hacia la globalización, fenómeno que borraba las fronteras nacionales mediante la internacionalización de los capitales, las tecnologías de la comunicación, los medios de transporte y el mercado de bienes y servicios.
Todo parecía indicar que íbamos hacia un mundo mejor, con mayores niveles de integración social y cultural, así como un más fluido acceso a las oportunidades de trabajo y bienes que ofrece un mercado de alcance universal.
Pero el transcurso de los años, demostraría que esa idea no tendría confirmación en el plano de la realidad. Por el contrario, la globalización exhibiría sus características de proceso que concentraba hasta extremos nunca vistos los recursos económicos del planeta en un decreciente número de manos y reducía la significación y el peso de la economía real con insoslayable impacto sobre las fuentes de empleo.
Peor aun, las zonas de mayor crecimiento emergían en la geografía del Asia oriental en terrenos donde se practica con habitualidad el dumping laboral, combinado con el control social que ejercen gobiernos autocráticos, fórmula muy competitiva en términos internacionales pero retrógrada en materia de humanidad.
Quedaba claro que el sueño trocaba en pesadilla. En Occidente, se destruían millones de puestos de trabajo. El ingreso medio de los Estados Unidos de Norteamérica retrocedía lenta, pero progresiva y sostenidamente, y los principales países de Europa, con la excepción de la incomparable Alemania, veían caer sus tasas de crecimiento, y aumentar el número de desempleados, al igual que las fobias contra los inmigrantes, a la vez necesarios y rechazados.
Como contracara de la globalización, identificada por múltiples focos de resistencia con una fase avanzada del imperialismo norteamericano, empezaron a crecer las tendencias nacionalistas, asociadas con rasgos de distintas matrices -políticas, ideológicas, religiosas- pero similares en su naturaleza reactiva.
Empero, como los procesos de concentración económica relacionados con la globalización también se reproducían en las estructuras internas de los países, las consiguientes tensiones produjeron -y producen- fisuras en casi todas las sociedades nacionales. Así, los desencuentros y fragmentaciones crecen sin cesar. La esperanzada “primavera” árabe -apoyada por Occidente- se convirtió con rapidez en un invierno de muerte, migraciones y desequilibrios regionales de complicadas proyecciones mundiales. Oriente próximo sigue siendo un polvorín. En África, la inestabilidad y las guerras tribales siguen siendo moneda corriente. En América Latina, los movimientos indigenistas motorizan reivindicaciones históricas que impactan sobre las institucionalidades nacionales y, en esos ríos revueltos, pescan los líderes nacionales y populares, aunque sus praxis oportunistas lleven una y otra vez a callejones sin salida.
El mundo se ha quedado sin modelos, por eso las crisis no reconocen fronteras. Cada país se defiende a su manera, lo que implica un retroceso en el camino hacia una institucionalidad superadora y universal. La política ha perdido buena parte de su crédito, y las exacerbaciones de la ideología y la religión -en particular del Islam- siembran el mundo de cadáveres. Las naciones se tribalizan y las tribus se fragmentan internamente. El otro muta de prójimo a enemigo. También en la Argentina. Es un tiempo de pérdidas y de sombras.
Pero el proceso de concentración económica -identificada con el imperialismo- ha motorizado fuertes reacciones sociales y nacionales.