Tribuna política

Evita no se rindió ni ante la muerte

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Hasta siempre. Evita y Perón se abrazan en el palco de octubre, tiempo antes de la muerte de la “Abanderada de los humildes”. Foto: Archivo El Litoral

 

Por Luis Rubeo (*)

Aunque pueda parecer un pensamiento alejado de la racionalidad, siempre creí que hay personas que tienen la suficiente fuerza interior para enfrentar cara a cara incluso a la propia muerte y decirle que aún no es hora de partir de este mundo. Uno de esos seres excepcionales fue Eva Duarte de Perón, a quien mañana recordamos con dolor pero también con alegría, a 62 años de su partida hacia la inmortalidad.

Pocos meses antes, el 17 de octubre de 1951, Evita quiso acompañar, a pesar de estar muy enferma, frágil, y apenas pudiendo mantenerse en pie, al amor de su vida, el general Juan Domingo Perón. Fue su último Día de la Lealtad.

Nadie, entre las decenas de miles de personas que desbordaban la Plaza de Mayo, hubiera imaginado que esa mujer, que había mostrado su coraje para enfrentar a poderosos intereses opuestos al proyecto de Nación inclusivo de millones de hombres, mujeres y niños que hasta la llegada del peronismo permanecían sumergidos en la indigencia, pudiera tener fuerzas para dirigirse a su pueblo.

Sin embargo, erguida como en los años dorados y vitales en los que construyó junto a Perón, sus “grasitas” y “cabecitas negras”, las bases de una Argentina justa, libre y soberana, tomó el micrófono y exclamó: “Si este pueblo me pidiera la vida se la daría cantando, porque la felicidad de un solo descamisado vale más que mi vida”.

Estoy convencido de que mucho antes de aquel triste 26 de julio de 1952, las garras de la muerte vinieron por ella y debieron quedarse con las ganas. Evita se propuso mantenerse viva hasta ver el triunfo de Perón, porque sabía que de ello dependía el futuro de la patria. Ella, además, no quiso dejar este mundo sin ejercer aquel derecho por el cual tanto había luchado junto a tantas mujeres. Quería votar, ser -junto a millones de compañeras- protagonista de la historia, por primera vez, luego de tanta resistencia por parte de quienes no soportaban tamaño avance político y social. Y votó. Debieron llevarle la urna a su lecho de enferma. Pero votó. Y vio, y celebró en medio de la angustia de saber que se estaba yendo para siempre, la victoria del pueblo, que volvió a confiar en Perón.

Como Enrique Santos Discépolo, que también se empecinó en ver a su general triunfante en las elecciones de 1951 y postergó su despedida más de un mes, Eva Perón le ordenó a la muerte que esperara afuera, que debía dejar resueltas algunas cosas antes de emprender ese viaje que ninguno desea realizar. Como Néstor Kirchner, que en un mano a mano con la parca le dejó en claro que no pensaba irse sin ver a su pueblo feliz, festejando el Bicentenario de la Patria, abrazando a Cristina, el amor de su vida, su compañera de militancia.

Y está claro, nadie escapa al designio final. Pero también es un hecho que la muerte sólo le otorga prórroga a los grandes.

(*) Presidente de la Cámara de Diputados de la provincia de Santa Fe.