La promesa del próximo verano

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Por Ana Bugiolacchio

“El sentir de la llanura”, de Jorge Isaías. Editorial Ciudad Gótica. Rosario, 2014.

Jorge Isaías logra acoplar cuarenta y cinco relatos breves de la pampa gringa, desprendidos según sus propias palabras de “las hospitalarias contratapas del diario Rosario/12”. Escribe en la zona más tenue de la ficción, el recuerdo, utilizando elementos tradicionales pero articulándolos de manera sorprendente, enlazando anécdotas, revelaciones y reescrituras que deslumbran por su minuciosidad y frescura.

El tiempo que construye es el de un pasado fragmentario y huidizo hecho de pedazos que funcionan como en las ciudades ideales de los cuadros del Renacimiento, vistos con una precisión plástica que no responden a la percepción real sino, precisamente, a algo que puede ser examinado a través de un álbum.

El urbano recorrer del barrio de un pueblo que como afirma el narrador citando a su vez una ingeniosa frase de su amigo Miguel Ferrari, ya no es pueblo sino ciudad que amenaza “con abarcar un continente”.

Los relatos no son “urbanos” en un sentido realista, sino en un sentido escenográfico. La ciudad es la escenografía de la caminata de los personajes que la recorren a pie o en una vieja chata- pero, a diferencia de la calle que se recorre en auto, no tiene deliberada continuidad espacial. Es una ciudad “ideal” armada con fragmentos de recuerdos. Isaías hace la recorrida o paseo en un todo que es interior, que pertenece enteramente a Barrio El Jazmín, al latir de sus risas y aromas como si el escenario fuera imaginado, a pesar de la búsqueda permanente de una geografía precisa, algunos espacios permiten descubrir que responden a reglas combinatorias internas guiadas por fuerzas misteriosas.

No hay google, ni visión desde arriba, el detalle viene directamente desde el recuerdo, el lector avanza con la sensación de que alguien, una cámara, un espectador, lo está mirando, la geometría perfecta del encuentro da lugar al relato.

Isaías parece negar la complejidad y el devenir buscando un objeto único e inmutable, la llanura, un espacio eterno siempre al nivel del mar, “que marea como el mar” pero sin mar. Indaga sobre un único e intrigante sentimiento: ¿qué siente la llanura? Y la pregunta de Isaías irrumpe en el mundo en que los fenómenos inmutables ya no interesan, sino más bien las evoluciones, las crisis y las inestabilidades y la geografía no se preocupa tanto en lo que permanece sino en lo que se transforma. El narrador llega entonces a esta simpleza tal vez porque es imposible conocer lo simple sin adentrarnos en la complejidad del lenguaje sin incluirnos en él, sin estar atravesados por él. Hoy, se está modificando el objeto de las ciencias de la naturaleza y de las ciencias humanas. ¿Qué siente la llanura? El calor de las abejas y el mar amarillo de espigas desapareciendo tras la trilladora tienen su respuesta. Un paisaje mutante pero con promesa de regreso el próximo verano. El paisaje de la ciudad, en cambio, es temerariamente imprevisible y sorprendente.

Las reuniones sociales, el perro como compañía en los juegos y cacerías, el concierto desafinado de los batracios y un persistente olor a tierra mojada, “todos estos recuerdos aparecen bajo soles espléndidos o debajo de finísimas lloviznas” y a plena llanura.

En estos textos Isaías se permite también rendirle un glorioso homenaje a la sensibilidad de Haroldo Conti, que pudo expresar lo más sencillo y cotidiano de un recuerdo de un modo abrumadoramente certero y poético. Cuando la poesía y la justeza de palabras pueden empinar la emoción hacia un abismo que nos atasca en alguna parte, andan las musas. Ya no saldremos más de la llanura, nos entregaremos a oír sus notas y sus palabras perpetuas, como dice el poeta “con su árbol solitario y su pájaro en alto”.