Arte y comida

Los platos a la du Barry

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Retrato de Madame du Barry (1781), de Vigée-Le Brun.

 

Graciela Audero

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En el Siglo de las Luces, la pintura era un arte en plena expansión. Sin dudas, beneficiada por la promoción de las artes mecánicas hecha por la Enciclopedia, por el repliegue afectivo en el seno familiar y por las demandas crecientes de las nuevas capas sociales burguesas y pudientes que acceden al lujo del retrato y de la decoración interior de sus residencias urbanas. Se reduce la demanda tradicional de la Iglesia y de los palacios principescos. El retrato desplazó a la pintura histórica y religiosa provocando dos consecuencias. Por un lado, una nueva geografía, ya que el arte italiano y el holandés devienen, en el siglo XVIII, arte francés. Y junto al espacio francés dominante surge, por primera vez, una gran escuela inglesa. Por otro lado, la pintura de estos dos países afirma los derechos del color por sobre el imperio del dibujo.

En Francia, todos se apasionan por el retrato, motivo de la intimidad del hogar. En una época que promueve los lazos afectivos entre los miembros de la familia, el retrato cumple una función social primordial. Antes de la invención de la fotografía constituye una protección contra el angustiante paso del tiempo. Cada grupo social tiene un artista cómplice que le ofrece el frágil refugio de fijar un instante de la existencia en el pastel o en el óleo. Quentin de La Tour pinta los neo-aristócratas del pensamiento y de la moda; Perronneau, los representantes de la manufactura y de la toga; Nathier, los aristócratas de nacimiento y de la política; Greuze, los campesinos y artesanos conforme a la ética de la Revolución de 1789... La nueva sensibilidad se nota discretamente, pero de manera más convincente en el llamado “retrato sensible”. En vísperas de la gran tormenta revolucionaria, la pintura de escenas costumbristas, paisajes, y sobre todo retratos, ocupa un lugar eminente. Y Élisabeth Vigée-Le Brun (1755-1842) es la verdadera artista de moda, que pasó a la posteridad por haber realizado treinta retratos de la reina María Antonieta. Es la pintora de “retratos sensibles” de la reina, la corte, las damas de la nobleza en compañía de sus hijos. Como su posición de artista casi oficial de la monarquía absoluta pone en peligro su vida, durante las jornadas sangrientas de 1789, Vigée-Lebrun deja a su marido, su colección de cuadros y su fortuna en París, para vivir con su única hija en el exilio hasta 1802. Invitada por las cortes de Europa continúa retratando a la aristocracia de Roma, Londres, Viena, San Petersburgo. Entre sus 660 retratos (y 200 paisajes), hay tres óleos que representan a Madame du Barry, última favorita del rey Luis XV.

En 1768, el monarca, envejecido y triste por las muertes sucesivas de su entorno familiar -esposa, hijos y nietos- mitiga su dolor al lado de su nueva amante. Madame du Barry, joven, bella, cariñosa y sensual, era hija natural de una costurera y un cura, pero sin ningún rasgo plebeyo gracias a la educación recibida en el convento parisiense de las Damas de Saint-Maur y a los modales exquisitos adquiridos como lectora de una viuda de la nobleza. Sus detractores la acusan de haber aprendido sus dones con las peores proxenetas de su tiempo y con un aventurero desclasado, el conde Jean du Barry, hombre casado, que la obliga a contraer matrimonio con su hermano, Guillaume du Barry, para darle una apariencia más respetable.

En 1774, la muerte de Luis XV obligó a su amante a refugiarse en un convento, aunque, rápidamente retomó su vida mundana y amorosa en el encantador castillo de Louveciennes, regalo del rey, junto al duque de Brissac, su nuevo amor. En 1789, Brissac fue asesinado, su cabeza clavada en la punta de una lanza y arrojada en la residencia de la ex-favorita. En 1793, también, Jeanne Bécu, condesa du Barry, fue decapitada en la guillotina luego de ser juzgada y condenada por el Tribunal revolucionario como la “Célebre Lais, a quien sólo el libertinaje le había hecho compartir los destinos del déspota que sacrificó riquezas y sangre de su pueblo para satisfacer sus placeres vergonzosos”.

Sin embargo, los mismos burgueses revolucionarios que la condenaron a muerte, le rinden homenaje en libros de cocina, cartas de restaurantes, crónicas gastronómicas a través de los platos “a la du Barry”. Son los que habían sido bautizados así por el chef Mauconseil, en las cocinas de Versalles, en honor al talento culinario de la favorita. Incluyen recetas que tienen como base al coliflor, combinados con huevos de tero, una sopa y una guarnición compuesta por ramitos de coliflor hervidos, cubiertos con salsa Mornay (béchamel a la que se agrega yema de huevo y queso gruyere rallado), gratinados al horno, y servidos en forma de corona.

A pesar de que tanto el arte de la mesa como el de la cocina logran una gran evolución durante el reinado de Luis XV, los historiadores casi no recuerdan sus costumbres ni gustos culinarios sino los de las tres mujeres importantes en su vida: la voracidad por las mollejas y las ostras de María Leszczynska, su esposa; la pasión por las trufas, el chocolate y el champagne de Madame de Pompadour, su favorita más famosa, y el deleite por la sopa de coliflor de Madame du Barry, su última pareja y la única retratada por los pinceles de Vigée-Le Brun. El más conocido de esos retratos -reproducido hasta hoy en diversos objetos- es el óleo que la artista ejecutó en 1781, presumiblemente en París, a pedido de Brissac, en el que la condesa aparece con un vestido blanco de muselina de algodón y un sombrero de paja adornado con plumas de avestruz según la moda rococó. En la tercera obra, iniciada e interrumpida en 1789, y terminada 25 años después de su trágico final, Jeanne du Barry posa en su jardín de Louveciennes con un simple vestido blanco de percal, estilo neoclásico.

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El último de los tres retratos que Élisabeth Vigée-Le Brun pintó, en 1789, de Madame du Barry.