Roberto “Tito” Cossa
Roberto “Tito” Cossa
Un artista de su tiempo

El consagrado autor argentino, en dos momentos de su larga y aquilatada trayectoria. Fotos: Archivo El Litoral
Alberto Catena
“El acto de escribir no es más que el acto de aproximarse a la experiencia sobre la que se escribe; del mismo modo, se espera que el acto de leer el texto escrito sea otro acto de aproximación parecido”, dice en Puerta tierra el novelista y ensayista inglés John Berger. Un prólogo, como sería deseable que sucediera con éste que introduce las obras de teatro de Roberto “Tito” Cossa, puede llegar a cumplir esa doble función: acercar a quien escribe a su objeto de descripción, al mismo tiempo que contribuye a hacerlo con su lector potencial, la persona a la que va dirigida la obra que se comenta. Y si es verdad que “el tiempo es una forma de impedir que todas las cosas ocurran a la vez”, como afirma André Litovik, personaje de la novela Mujer de barro, de la norteamericana Joyce Carol Oates, no parece entonces desatinado que esta explotación previa al conjunto de la experiencia creativa de Cossa en el ámbito dramático asuma el orden de la sucesión cronológica en que se dio.
No es el único camino, pero es cómodo para el lector. Y es el que hemos elegido. Establecido esto, digamos que abordar ese recorrido de la obra teatral escrita por Cossa hasta el presente constituye un reto placentero. Lo es porque permite revisitar sus piezas, siempre tan punzantes y bien concebidas para la escena (con ese aura que hoy suele denominarse “teatralidad”), pero a su vez entretenidas y gozosas para cualquier lector que decida acudir al texto como pura literatura. Son obras bien escritas y que, sin ir al teatro, se pueden navegar como peripecias narrativas, como verdaderos cuentos, aunque no lo sean. Virtud a la cual hay que añadir esa zona de humor, en ocasiones negro pero desternillante, que tiene su producción y que es muy seductor. Y, desde luego, también por lo que esos universos poéticos generan como pensamiento en el lector o espectador, como reflexión.
Por otra parte, elaborar esta suerte de guía que propone un introito así concebido produce también cierta intranquilidad: la de no saber si se acertará en la elección de los materiales que mejor expliquen el fenómeno artístico y social que ha encarnado durante este medio siglo el teatro de Cossa. Y eso porque los materiales dedicados al autor son tan abundantes que, al acudir a ellos con el fin de dar un adecuado contexto histórico a su obra, se los debe seleccionar. Y esa selección, inevitable, implica el riesgo de equivocarse.
Un autor fundamental
Cossa es uno de los autores dramáticos fundamentales de la historia del teatro de este país, y acaso el más conocido, condición a la que adjunta una sólida proyección en el mundo gracias a la puesta en escena de algunos de sus títulos más consagrados (La Nona, Yepeto y otros) en América Latina, Estados Unidos, Europa y Asia. Se encuentra, debido a esa circunstancia, derivada de su indiscutible calidad, entre los dramaturgos más estudiados y analizados por investigadores, críticos y ensayistas en las últimas décadas. Lo demostró con claridad el libro Escribo para estrenar, un extenso diálogo que el historiador Guillermo Gasió mantuvo con el autor, seguido de un copiosa documentación que recoge memorias, testimonios y textos referidos a la producción de su entrevistado. La sensación, frente a tal alud de opiniones y valoraciones, es que existe poca posibilidad de ser novedoso en lo que se diga acerca de este dramaturgo. Y de ahí surge la intranquilidad, la sensación de que se trabaja sobre campo ya arado.
Cuando Ediciones de la Flor -la misma editorial que ahora publica esta obra reunida en colaboración con la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (Conabip)- dio a conocer, allá por 1987, el primer tomo de los seis que publicó hasta ahora de las piezas teatrales de Cossa, el autor del prólogo de ese libro fue el ya fallecido novelista Osvaldo Soriano, un amigo del alma del creador de La Nona. Esa enjundiosa introducción a los cinco títulos que incluía el volumen comenzaba con la siguiente afirmación: “No soy hombre de teatro, pero me atrevería a decir que pocos autores contemporáneos han alcanzado tan perfecto grado de lucidez en la interpretación de la realidad social y el comportamiento de la clase media como Roberto Cossa”. Y finalizaba: “El teatro completo de Roberto Cossa muestra el universo del más rico de los autores sociales contemporáneos. Una cosa me parece segura: cuando otras generaciones hayan enterrado a la nuestra, el teatro de Cossa servirá, mejor que las noticias de los periódicos y los sesudos estudios sociopolíticos, para interpretar lo que fue la Argentina de nuestro tiempo. Su humor, dudosa grandeza, su trágica caída”.
Cosmovisión estética
Poco más de veinticinco años después de esas palabras, es imposible no compartir la visión de Soriano. Esa Argentina de dudosa grandeza, mezquina, cruel y egoísta que Cossa representó tan bien en muchos de los personajes de sus obras sigue intacta en la mentalidad de importantes sectores de la clase media, a veces con rasgos aun más grotescos y duros que en el pasado. Ni qué hablar en el espíritu de los núcleos más poderosos y ricos de la sociedad a los que aquellos sectores medios imitan, toman como modelo a seguir, pero a quienes Cossa no acude como personajes de su teatro sino sólo por alusión o extensión metafórica. En referencia a esta cualidad testimonial del paisaje social y humano argentino, que no es, por supuesto, la única sustancia que compone la variada pintura dramática de este autor, algunos investigadores suelen ubicarlo en el mismo nivel de importancia que Florencio Sánchez y Armando Discépolo en la historia del teatro del siglo XX. Tal vez, y sólo como acto de justicia, habría que agregar a esa irrebatible apreciación otros nombres, como el de Griselda Gambaro y el de algún dramaturgo más, porque la constelación teatral de autores de este país ha sido, en el período señalado, tan pródiga y sobresaliente que es difícil ser muy tajante en la afirmación de cuál es, si existe, su figura más fulgurante.
Esa constelación, a cuya luminosidad han contribuido también creadores como Carlos Gorostiza, Eduardo Pavlovsky, Ricardo Monti, Mauricio Kartún y varios otros, ha exhibido, además de una inteligente y en muchos casos cálida relación entre sus integrantes, una seña de identidad común basada en la profundidad del compromiso social y humano de su teatro. Y una tendencia, tácita aunque también compartida, a trabajar con conceptos de una cosmovisión estética donde todos los géneros (realismo, absurdo, grotesco, sainete, expresionismo, lenguaje en verso, y cualquiera que se nos ocurra) se pueden mezclar con amplia libertad si de lo que se trata es de servir mejor a los objetivos dramáticos. Es lo que explica que, sin perder sus improntas personales y a riesgo de equivocarse, muchos de ellos hayan experimentado con valentía. Y que gracias a ello abrieran caminos a distintos y ricos procedimientos para crear sus textos. Ese hecho redundó, en distintas etapas, en logros de una excelencia poco habitual, que han terminado por armar, en el más de medio siglo al que aludimos, un repertorio de teatro nacional admirable, que ya quisieran tener otros países, muchos de cuyos títulos son hoy verdaderos clásicos.

“Nuestro fin de semana” La obra fue el primer texto escrito por Roberto “Tito” Cossa. Este año se conoció la última versión, dirigida por Jorge Graciosi. A medio siglo de su estreno, se conoció en el Teatro Regio, de Capital Federal. Foto: Télam
Puntal indiscutido
Catena pone luego especial énfasis en destacar que, por desgracia, no siempre esa tradición tan rica, en la que Cossa es y ha sido un puntal indiscutido, se ha valorado debidamente. Todas las generaciones acceden a los escenarios de la vida artística con cierta sed de gloria que, en parte, es atendible. Y para saciarla apuntan a diferenciarse de las hornadas que las precedieron, un hecho también lógico, porque cada generación, en forma colectiva o individual, desea encontrar su propia voz. Lo inadmisible es que la búsqueda de un perfil diferente en su escritura o concepción escénica se haya convertido, en ocasiones, en el intento de negar todo lo pasado. Durante algún tiempo, autores que empezaron a estrenar a fines de los ochenta y durante los noventa -y sin juzgar sus méritos estéticos, que sin duda tuvieron y tienen- creyeron que una forma de reivindicar la singularidad de su aporte dramático era decretar en su discurso la muerte del teatro anterior, como si cualquier generación pudieran levantarse sobre la inexistencia de un cimiento previo o surgir de la nada.
Fue como un soplo de soberbia que inundó la atmósfera teatral por un tiempo, no demasiado largo y del cual no se han hecho cargo las generaciones posteriores a ésa, que, sin renunciar a las imprescindibles exploraciones que exige la construcción de una personalidad artística propia, no dejan de valorar la contribución de las generaciones más antiguas y las enseñanzas que les pueden transmitir al hallazgo de esa voz distinta a las demás. Por su parte, algunos de aquellos dramaturgos que en los noventa repartieron certificados de defunción de autores a diestra y siniestra se han lanzado en su actual condición de directores —no todos, claro está— a montar en la avenida Corrientes obras de arquitectura, en algunos casos, mucho más conservadora que las que ellos les adjudicaban a los materiales argentinos sometidos a su reproche. Una oscilación que no es sorprendente, porque, como se sabe, el destino artístico es siempre caprichoso.
De ahí que la publicación de esta obra reunida, como antes se hizo con la de Griselda Gambaro, sea una buena iniciativa para ayudar a conocer entre las nuevas generaciones a un autor del espesor de Cossa, viga maestra y parte de una noble tradición que el teatro argentino construyó con esfuerzo, genio y sensibilidad para la sociedad en que vivió y se desarrolló. Tradición sin la cual el teatro actual, en cualquiera de sus formas, no podrá haberse generado ni constituido. En cuanto a la obra de Cossa, qué imaginerías y materiales concretos han constituido su cimiento es lo que deberían develar las páginas que siguen.



Ciudadano ejemplar
Por último, sería insuficiente este paneo sobre la obra dramática de su autor si no se señalara la estrecha relación de ella con su actitud de ciudadano ejemplar, de hombre de ideas y preocupaciones insobornables respecto de la sociedad en que vive y que se han expresado, entre otros hechos, en su protagónica actuación en aquel acto de resistencia a la dictadura que fue Teatro Abierto, en su actividad a favor de los derechos humanos, en su impulso y defensa de la escena argentina a través del Movimiento de Apoyo al Teatro (Mate), y en los esfuerzos por proteger al autor nacional, tanto mediante su participación en la Fundación Carlos Somigliana (Somi) como en su condición de presidente de Argentores durante varios años.
Esos dos factores: ética y estética -del compromiso, diríamos-, ángel creativo y aguda receptividad de lo que ocurre a su alrededor, no siempre se unen en un artista. Y si están presentes en forma separada, independiente uno del otro, pueden hacerlo sin condicionarse mutuamente. Hay autores cuya sensibilidad por los dolores y los estigmas humanos no está desarrollada, pero escriben muy bien, y otros, en cambio, que son totalmente solidarios o jugados por los demás, pero a la hora de crear no producen obras trascendentes. En “Tito” Cossa esos dos rasgos son inescindibles. Ha escrito extraordinarias piezas teatrales porque tiene mucho talento para hacerlo, pero ninguna de ellas podría explicarse totalmente si no fuera a partir de esa sensibilidad que lo distingue hacia el destino de los otros, de sus hermanos de humanidad. Por eso, “Tito” Cossa es quien es y goza de semejante prestigio y respeto en la sociedad argentina, por lo menos de la que es consciente de ese lujo intelectual que la adorna y enaltece.
