Preludio de tango
Preludio de tango
José González Castillo

Manuel Adet
José González Castillo nació en la ciudad de Rosario el 25 de enero de 1885. Padre español, madre argentina. Perdió a sus mayores siendo muy niño. Ignoramos por qué motivos en algún momento vivió en la localidad salteña de Orán, pero sabemos que para esa época tuvo como tutor y maestro a un sacerdote que intentó iniciarlo en la carrera religiosa. El fraile fracasó en toda la línea. A la hora de decidir, el joven prefirió el anarquismo, opción ideológica a la que se mantuvo leal hasta el fin de sus días.
A principios del siglo veinte está viviendo en Rosario. Participa de la bohemia literaria de esos años, bohemia donde la vida nocturna se confunde con la militancia en los primeros sindicatos obreros organizados por los anarquistas. Uno de sus amigos preferidos es el dramaturgo libertario Florencio Sánchez, con quien comparte horas de trabajo y disipación en el diario República. Puede que en ese tiempo haya borroneado sus primeros poemas y sus primeros diálogos teatrales.
Para 1905 el muchacho ya está viviendo en Buenos Aires y se gana la vida de peluquero en el barrio de Boedo. Ya entonces vive en pareja con Amanda Bello, la mujer que lo acompañará con su amor toda la vida y le dará tres hijos: Gema, la primera bailarina del Teatro Colón, Carlos Hugo y Cátulo, que en un primer momento quiso anotarlo con el nombre de “Descanso dominical” en homenaje a las luchas libertarias, intento que la Justicia prohibió en el acto, motivo por el cual pasó a llamarse Cátulo Ovidio, el joven que a partir de los años veinte lo acompañará con su talento de compositor y poeta, Cátulo Castillo, el autor del poema que cierra con “La última curda” el ciclo creativo iniciado por Pascual Contursi cuarenta años antes.
En 1905 -un año antes del nacimiento de Cátulo- se estrena de su autoría “Los rebeldes”. Y dos años después, en el Teatro Apolo, “Del fango”, obra interpretada por la compañía de Pepe Podestá en el Teatro Apolo. La actividad literaria no está reñida con la militancia social. Para el Centenario, el anarquismo es mala palabra entre las clases altas y la policía se encarga de poner en línea a los díscolos a través de la represión y la aplicación de las leyes de residencia. Así se explica que en 1911 José González Castillo esté exiliado en Chile donde escribe “La serenata”, que será premiada en un concurso organizado por el Teatro Nacional.
La estadía en el país trasandino no se prolonga mucho tiempo. Para 1915 hace rato que está en Buenos Aires, instalado definitivamente en su barrio de Boedo. Homero Manzi años después evocará a ese escritor cuya vida transcurre en el barrio de veredas desparejas y casa bajas. “Nadie nunca caminó por las calles de Boedo como lo hizo este hombre”, escribirá el autor de “Sur”.
González Castillo junto con Pascual Contursi, entre otros, son los primeros escritores en otorgarle estatura literaria a la poesía tanguera. Muchos de los poemas se escriben para representarlos en los clásicos sainetes de su tiempo. Así va a ocurrir -por ejemplo- con “Mi noche triste”, considerado por muchos como el poema inicial del tango, aunque en la misma línea muy bien pueden incorporarse “Milonguita” de Samuel Linnig y “Sobre el pucho” de González Castillo.
Tal vez no sea casualidad que su nombre esté entreverado en los orígenes del tango fundacional de Contursi. “Los dientes del perro” es un sainete escrito por Alberto T. Weisbach y González Castillo. La obra se estrenó en abril de 1918 y actuaron en ella Enrique Muiño y Elías Alippi. La música estuvo a cargo de Roberto Firpo y es en esa ocasión que la cantante Manolita Poli interpreta el poema de Contursi que el año anterior había sido grabado por Carlos Gardel. Lo interesante es que en 1919 “Los dientes del perro” se vuelve a presentar, pero esta vez se cantó el tema de González Castillo “¿Qué has hecho de mi cariño?”, con música de Maglio que, dicho sea de paso es el primer tango que le graba Gardel. Después llegarán los otros
Para los años veinte escribe sus mejores tangos, los más poéticos e innovadores en el género. Las composiciones están a cargo de verdaderos ases de la música: Enrique Delfino, Sebastián Piana, José Bohr y su hijo Cátulo. Allí merecen destacarse temas como “Griseta”, “Silbando”, estrenado por Azucena Maizani en 1923, el ya mencionado “Sobre el pucho”, “Organito de la tarde” y “Aquella cantina de la ribera”, un bellísimo tango que debería ser más reconocido por la calidad de sus imágenes y, entre otras cosas, porque Gardel lo canta como los dioses.
En algunos casos el protagonista de los poemas es el barrio, en otros, el cabaret o la cantina. Pero en todas las situaciones está presente la mirada poética, la descripción precisa y el desenlace dramático. González Castillo trasladó la sensibilidad del teatro al tango. Tal vez sea el primero en trabajar esa veta. Por lo pronto Homero Manzi lo reconoce como su maestro a la hora de describir los tonos y las luces del barrio. “Una calle en Barracas al sur, una noche de verano, cuando el cielo es más azul y más dulzón el canto del bardo italiano. Con su luz mortecina un farol en la calle campanea y en un zaguán se ve a un galán charlando con su amor”. Impecable.
A sus dotes como dramaturgo y poeta, le sumo su condición de guionista de cine. En 1915 escribió el libreto de “Nobleza gaucha” y luego de “Resaca y “Juan sin ropa”. En 1936 hizo la adaptación de Juan Moreyra y casi al final de su vida fue el guionista de “La ley que olvidaron”, película en la que trabajó Libertad Lamarque y fue dirigida por José Agustín Ferreyra.
González Castillo fue un hombre culto, un lector apasionado e inteligente que se interesó por todo lo humano. En febrero de 1928 funda con César Garrigós la Universidad Popular de Boedo; a principios de los treinta la peña Pachacamac. En todos esos años disfrutó de la amistad y el respeto de escritores, poetas y artistas que siempre reconocieron su hombría de bien y su inspirado talento. Su desapego por los bienes materiales y su sensibilidad social lo hicieron célebre. Su hijo siempre contaba cuando en una de esas vueltas de la vida se desempeñó de oficial de Justicia, cargo al que renunció el día que tuvo que ordenar el desalojo de una familia obrera. No sólo presentó la renuncia, sino que le entregó a la familia desalojada los últimos cinco pesos que tenía en el bolsillo.
De él escribió Silvestre Otazú: “Como la piedra que va rodando por la ladera de la montaña y de tumbo en tumbo hace un camino caprichosamente hasta que encuentra su centro, su equilibrio y allí se detiene para siempre. Así fue la vida de José González Castillo”. Murió el 22 de octubre de 1937. El síncope lo derribó sin compasión. Tenía cincuenta y dos años y un montón de ideas y proyectos a realizar.