historias de vida

Madres y periodistas: un camino, una elección

Madres y periodistas: un camino, una elección

El próximo domingo 19 de octubre se celebra el Día de la Madre y la fecha nos llevó a reflexionar sobre el oficio de ser mamás y periodistas, o periodistas y mamás; en definitiva, mujeres. seis testimonios para pensar en la maternidad.

TEXTOS. REVISTA NOSOTROS.

 

MADRE POR TRES

Por Mónica Ritacca

([email protected])

Ser madre fue, sin lugar a dudas, lo más lindo que me pasó en la vida. Camila, Manuel y Tomás, mis hijos, son el mayor tesoro que tengo. Pero es cierto lo que charlamos con un grupo de colegas antes de escribir estas líneas: ser madre no es tarea sencilla, sobre todo en los tiempos que corren en los que la mujer también es sostén de familia, como el hombre, y éste, por su parte, ama de casa.

Camila llegó a este mundo en marzo de 2011. Fui madre por primera vez a los 28 años, y la predicción de mis familiares de que no sería la única se cumplió. A partir de ese momento de ella empezó a depender todo y el orden de las preocupaciones cambiaron rotundamente.

El año pasado fui madre por segunda vez. En verdad, por segunda y tercera vez: ¡llegaron los gemelos Manuel y Tomás! Y ellos son la explicación de la segunda predicción: “Vos sos la que va a heredar de la abuela tener un embarazo múltiple”.

La maternidad me hizo la mujer más feliz del mundo, me cambió la forma de pensar las prioridades y corroborar lo que me decía mi mamá ante un NO cuando era chiquita: “Cuando seas madre me vas entender”.

Y ni hablar de la genial y tremenda experiencia de ser madre de gemelos. No hay salida familiar donde la gente no se sorprenda de ver un coche doble y me haga un cuestionario de preguntas, entre otras situaciones. Soy el consuelo de muchas madres recientes que conozco, y el mío son aquellas que tuvieron tres de golpe y porrazo.

Termino con la misma frase que arranqué, pero esta vez en tiempo presente: ser madre, sin lugar a dudas, es lo más lindo que me pasó en la vida aunque muchas veces mi casa sea Kosovo y varios sean los días sin dormir por fiebres altas. ¡Gracias hijos por convertirme en madre; y gracias a mi madre Inés por ser mi mejor modelo a seguir!

Feliz en el trayecto

Por Flavia Tomaello (*)

Ser mujer es un camino que se construye con cada elección. Desde la forma en que se nuclea la pareja, hasta la elección de la persona que ayuda en casa a cuidar a los niños. Se trata de un cuadro en el que ingresan e influyen tantas variables que suele ser abrumador considerarlas. Las mujeres de hoy también se han animado a elegir el tipo de maternazgo que desean realizar, asumiéndose diferentes, personales, falibles y celosas de construirse a sí mismas también como personas completas fuera del hecho de ser mamás.

Formar a un hijo para las madres de vanguardia exige crearle libertad responsable. Para ello es esencial estar atento a sus propias cualidades y falencias. Acompañarlo en el mejor modo en función de su propia personalidad. El niño es moldeable siempre, pero no bajo caprichos paternos de lo que se desea como resultado, sino en una construcción conjunta que parte del planteo de los objetivos finales y de -con ellos presente- trabajar sobre el material que el niño representa. No temerle al ensayo y error, a escuchar y replantear, a decidir y reintentar. Despejar la maraña de teorías y darle un lugar a la voz interior que indica caminos.

Criar es para ellas, hoy, compartir la vida con la pareja, con los hijos, con los amigos y con el resto de la familia. Con placeres y deberes, con el trabajo y con la realización personal. Por ello es que deciden ahijar procurándose una felicidad real, no para mostrarle al mundo “la familia feliz”, sino como una búsqueda por tratar de hacer lo que nos toca lo mejor posible y disfrutando en la senda.

(*) Periodista y escritora de Buenos Aires. Es autora de numerosos libros sobre problemáticas femeninas, entre ellos, “Gerentes de Hogar” (editorial Grijalbo), “Cómo hacen las que pueden” (editorial Albatros) y “Rutinas felices” (editorial Paidós).

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PARADOJAS AGRIDULCES

Por Agustina Mai

([email protected])

Este Día de la Madre es diferente a todos los Días de la Madre que viví durante mis 33 años. En primer lugar porque con la llegada de Emilio, es la primera vez que lo voy a festejar como mamá. Pero -paradojas agridulces de la vida- es el primer año que no tengo a mi mamá para decirle “feliz día, mamita”, abrazarla y decirle cuánto la quiero y cuán importante es para mí.

Teñido de claroscuros, este día conjuga varias emociones: la felicidad y la emoción de ser mamá de un bebé que nos tiene locos de amor a todos los de la familia, y, al mismo tiempo, el vacío y el dolor por la pérdida de la mujer más importante de mi vida.

Hace unos días pensaba que ya nunca más voy a usar la palabra “mamá” para llamar a alguien. Pero, inmediatamente, vino a mi mente que, en algunos meses, probablemente sea una de las primeras palabras que diga Emilio y una de las que voy a escuchar más seguido. Me di cuenta de que dejé de ser hija para ser madre. Todo junto y sin tiempo para procesarlo. Y como madre primeriza, es cuando más necesitaría de mi mamá: para que me aconseje, me ayude, me contenga, me rete, se meta, opine y hasta se enoje porque no hago las cosas a su manera.

Por eso, este Día de la Madre se lo quiero dedicar a ella, que desde algún lugar nos cuida. Y agradecerle por haber sido la mujer que fue y porque lo poquito que puedo saber (o intuir) en estos primeros pasos que estoy dando como madre, seguramente lo aprendí de ella, como hija.

TE CAMBIA LA VIDA

Por Mariana Rivera

([email protected])

Sé que no todas las mujeres tienen deseos de ser madres y eso es una decisión y un derecho que tenemos. Se respeta. Pero si me piden que reflexione sobre esta maravillosa realidad que me toca vivir desde hace dos años con Amparo se darán cuenta de que la maternidad era una cuenta pendiente en mi vida, a los 40 años, que, gracias a Dios/la vida/el destino, puedo experimentar y disfrutar plenamente.

Cada vez que estoy con mi hija me pongo a pensar sobre cómo esto de ser mamá “te cambia la vida”, como te anticipan todos los que te ven con tu panza, llena de satisfacción y placer, a pesar de los dolores de espalda, varios kilos de más, los pies hinchados y alguna que otra molestia ocasional. Todo esto se te olvida -y vuelve a la normalidad, se los aseguro- cuando abrazás a tu hijo por primera vez, cuando te mira inocente y se deja acariciar para poder sentirse a gusto en su nuevo hábitat.

La maternidad me hizo dar cuenta de que todo es un constante proceso de enseñanza-aprendizaje, yo le enseño a sonreír, hablar, comer, lavarse los dientes, cantar, bailar o mimarnos y ella también me enseña a ser paciente pero perseverante, a reírme de sus monerías y respuestas inesperadas, a divertirnos al jugar como dos niñas. Yo aprendo de este nuevo ser que los tiempos y las prioridades en mi vida son otros, que cambiaron porque ella depende de mí, de su papá y de toda su familia, para crecer y criarse libremente.

Por decisión y convicción propias, ser mamá no interrumpió mi desempeño profesional y éste tampoco impidió continuar con la lactancia de mi hija; por el contrario, pude seguir alimentándola naturalmente hasta cuando tomé la decisión de dejar de hacerlo.

En mi segundo Día de la Madre quiero dedicarle estas reflexiones a mi mamá, que tanto me enseña día a día cómo es este hermoso oficio que nos regaló la vida, que lo ponemos en práctica con aciertos e imperfecciones, con logros y cuestiones pendientes, pero lleno de amor, dedicación y respeto, con el objetivo puesto en el crecimiento y desarrollo pleno de esa pequeña personita que me mira con ojos tiernos y me dice “¡Mamina!”.

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Frágil, no apilar

Por Ángeles Alemandi (*)

Hay algo inconfesable que llega con la maternidad. Que si no lo nombrás, no existe. Creés que debe ser un sentimiento muy tuyo, que tiene que ver con tu lado obse y neurótico. Te lo guardás. Entonces rezongás por chiquitaje. Porque ninguna amiga te habló de pezones sangrantes al amamantar, de las hemorroides que no te dejan ni sentarte de la fuerza que hiciste para parir, de que tus 30 años se visten con batón y se alimentan con bananas que están a punto de volverse papillas.

Que convertirte en madre te desencuentra con la que eras y te desconocés y querés romperle la nariz a tu “algúndíamarido” con el frasco de óleo calcáreo por razones tan válidas como que hizo ruido al cerrar la puerta y despertó a la criatura. Nadie te avisa que te vas a cruzar con madres que se jactan de que sus hijos “les” duermen de corrido. Porque te lo dicen así, “les duermen”, como si el tuyo se despertase cada dos horas de malcriado no más.

Y ese lado B de la maternidad es apenas un puñado de caramelos que te da el almacenero cuando no tiene vuelto. Lo más fuerte de ser madre o padre es darte cuenta de que ese hijo que soñaste o no, que buscaste o no, que ahora duerme sobre tu pecho, te inspira algo parecido a lo que describió Julio Cortázar acerca de lo que pasa cuando te regalan un reloj: “...Te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de tí mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo”, dice en Pre ámbulo a las instrucciones para dar cuerda... Fragilidad.

Tener un pibe para mí fue asumir eso. Aceptar que antes sólo asociaba aquella palabra a las cajas de galletitas que había en el mercadito que tenían mis papás. Era apenas: “Frágil, no apilar”. Con un hijo, ¿por qué no’, como con el reloj de JC: “Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa”.

Una siente que le falta el aire cuando el pibe se atraganta. Quién no se acercó a ver si respiraba en esas primeras semanas de vida y si alguien te descubría y preguntaba qué hacías, respondías: “Nada, nada, lo miraba”. Te hacés añicos si vuela de fiebre. Una se parte al medio con el primer chichón en la frente. Después se acostumbra a eso. Y se enfrenta a otros fantasmas.

Hay quienes tienen los miedos bien domesticados. Atados con una soga a la pata de la cama. Archivados. Olvidados. O no los conocen hasta que ¡zas!, algo sucede, como bien lo dice Hernán Casciari en “Una alarma inesperada”, el post que publicó por estos días en el blog Orsai y donde narra el momento en que le cayó la ficha de que “había pasado de ser un hijo a ser un padre. Había pasado de no tener miedo nunca a vivir con pánico para siempre”.

No soy de las que va a decir que lo único que quiere es que el hijo sea feliz. Me bastaría con que mi chiquito pueda decidir cómo quiere vivir y tenga huevos, tenga temple, tenga suerte y ojalá muchos momentos de alegría inmensa. No soy de las que va a decir: “A mi hijo nunca le va a faltar nada”, porque, en ese caso, como leí en una imagen que compartió en Facebook mi amiga Valeria: “Le va a faltar la falta”.

Pero tampoco podría decir que los hijos no nos pertenecen, que son de la vida, que hay que soltarlos; no, eso no me sale, no puedo, porque va más allá de la idea de dejarlos ir, y se acerca mucho a los mensajes de texto que aún le envío a mis viejos para avisarles que llegamos a casa después de un viaje largo, que se queden tranquilos.

Cuando Agustín cumplió los 16, mi prima Vanesa le escribió algo hermoso, le decía que sólo con el hecho de verlo llegar ella era la madre más feliz. Y me doy cuenta que sí, que es eso, que todos los mediodías cuando mi hijo vuelve a casa después de pasar la mañana con la niñera y espía primero por la ventana para encontrarme y después golpea la puerta con su puño minúsculo y ni bien abro dice: “Hola mami”, a mí el mundo también me basta. Me basta, a pesar de todos los miedos del mundo.

(*) Periodista de Buenos Aires, autora del blog “Esta que te parió” (estaquetepario.com).

Madres y periodistas: un camino, una elección
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“Sin vuelta atrás”

Por Sonia Santoro (*)

Cuando nació mi primer hijo sentí que mi vida cambiaba por completo, en todo sentido. Ya no había vuelta atrás. Las rutinas, las prioridades, los deseos previos, ya no volverían a ser jamás. Me sentí tan conmocionada que empecé a escribir un diario con todo lo que me pasaba.

Casi todas las noches, antes de dormir, registraba alguna vivencia del día: desde la angustia el día que prefirió a la niñera en vez de elegirme a mí, hasta cuando hizo el primer dibujo entendible. Era una forma de exorcizarlo. Escribí durante unos cinco años, con más o menos frecuencia y un día decidí que eso podría transformarse en otro tipo de relato, que saliera de mi intimidad.

Lo más difícil de convertirme en madre fue darme cuenta de que ya no era más dueña de mi tiempo. Ya no podría volver a cualquier hora o perderlo tan gratuitamente. Había alguien que me esperaba: el bebé, la niñera, mi pareja, mi mamá o quien estuviera cuidándolo. Entender que desde su nacimiento, mi vida pasaba a estar reglada por las necesidades de otro.

Hubo muchos mandatos culturales, que toda buena madre debe cumplir, a los cuales traté de resistirme. El principal ante el que no me rendí fue a convertirme sólo en una madre. En una madre las 24 hs. O sea, a dejar mi trabajo, mis horas de tai chi, o tener salidas sola con amigas.

También resistí el mandato de dar teta. Les di teta a mis dos hijos pero el primero la dejó a los seis meses y no insistí en que la retomara, y al segundo se la saqué a los nueve. Pero la verdad me costó mucho escaparme de los demás, o por lo menos no sentirme culpable por no cumplirlos. Especialmente con mi primer hijo.

(*) Periodista y escritora de Buenos Aires. Actual Directora General de la comisión de Mujer, Infancia, Adolescencia y Juventud de la Legislatura porteña. Autora de “Y un día me convertí en esa madre que aborrecía”, editorial Capital Intelectual. www.soniasantoro.com.

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