DIGO YO

La hora

16_nino durmiendo_Imágenes-de-Niños-Durmiendo-4.jpg

Foto: ARCHIVO

 

Natalia Pandolfo

[email protected]

Todas las noches Diego soñaba que no iba a la escuela. Era un sueño mágico, como volar. Se levantaba cuando quería y se quedaba en la cama leyendo. Viajaba al mundo de Harry Potter, aprendía de la nobleza de Snape, se conmovía con la dulzura de Ron, se enamoraba de la valentía de Hermione. Diego volaba jugando al quidditch hasta despegarse de la cama.

Después se levantaba, molestaba con alguna broma a su hermanita, se calzaba las zapatillas y salía a jugar a la pelota. En la esquina siempre había alguno pateando, a veces solo, contra la pared. Cuando llegaba el segundo la fiesta empezaba, y podía seguir durante horas, al rayo del sol, en ese baldío que gracias a algún empresario inescrupuloso había escapado de las garras de la compraventa.

El Flaco era su mejor amigo, entre otras cosas, porque siempre traía unas pequeñas bolsitas con tutucas. Era un tarado, el Flaco, se le rompían las bolsitas y terminaba siempre tirado en el pasto buscando las que se le habían caído. Ellos se reían y las escondían bajo la tierra para hacerlo rabiar.

Después estaba Martín, que también era amigo pero era de Unión. Y Adrián, que iba siempre al arco porque decía que le gustaba, que prefería.

Con ellos tres se pasaba la vida. A veces cortaban un rato al mediodía: alguna madre les acercaba un tupper con sánguches de milanesa o de jamón y queso y una botella de jugo. Era un ratito: dominar el galope de la respiración, secarse las gotas de la frente, reírse de alguno, tomarse el pelo, tomarse el jugo, seguir.

A la tarde algunas veces preferían la bici: como en un extraño ritual subían los cuatro a esas cosas destartaladas con dos ruedas medio desinfladas y partían, como si fueran los reyes del barrio, a ganarse el favor del viento. Martín siempre traía figuritas en los bolsillos, así que cualquier lugar era bueno para tirar las bicis al piso y desparramarse también ellos a jugar.

Entonces pasaba el diariero. Era el código secreto, el fin de fiesta. El diariero tenía grabado en su frente el número límite: seis y media de la tarde. Siempre era Adrián el primero en cantar: me voy. Los otros lo seguían, cada cual a su rancho, como si fueran protagonistas de una ceremonia secreta.

Diego llegaba a casa y tenía un tazón de leche caliente con masitas y una madre diciendo al baño. Después lo esperaba su amigo fiel, el que no tenía horarios ni tiempos, para seguir descubriendo historias extraordinarias por los pasillos de Hogwarts. Había visto las películas mil veces y siempre se le subía un nudo a la garganta en la parte en que moría Dobby. La parte estaba llegando en el libro y él sintió, de repente, tremendas ganas de llorar. Entonces vino su mamá y le dijo al oído las peores palabras del mundo: levantate que tenés que ir a la escuela.