San Petersburgo: una ciudad monumental

14_SAN PETERSB.JPG

La autora realizó este viaje a tan sólo seis años de la caída de la Unión Soviética, en una época de grandes cambios. En este relato cuenta sus experiencias personales en la magnífica ciudad de San Petersburgo.

TEXTO. NIDIA CATENA DE CARLI.

 

El tren corría raudamente por las vías blancas por la pertinaz nieve que no cesaba de caer. Yo miraba el paisaje por la ventanilla, ansiosa y asombrada al ver la nívea noche invernal con sus 20 grados “negativos” (así se dice en Rusia a los grados “bajo cero”).

Sí, estaba en Rusia, exactamente haciendo el trayecto Moscú - San Petersburgo. Intuía que iba a ser un muy largo viaje y una noche de insomnio. De eso estaba segura.

UNA CIUDAD ENTRE LA BRUMA

El arribo a San Petersburgo al rayar el amanecer, en pleno invierno, es uno de los espectáculos más sobrecogedores que haya experimentado en toda mi vida.

Pude ver el río Neva absolutamente blanco y petrificado, semejando a una gigantesca mano de tres dedos que se abre generosa en dirección al Báltico, los múltiples canales que lo atraviesan convertidos en diamantinos espacios donde no circulan ni góndolas ni barcazas, escenario apropiado de aquellos intrépidos que se arriesgan a caminar por el hielo y también de las aves que parecen danzar gozosas en ese gélido y nebuloso amanecer.

A medida que la bruma se disipaba, pude penetrar en los arcanos de esta ciudad monumental, atravesada por puentes de todos los estilos que indefectiblemente me recordaban a Venecia.

Caminé, a pesar del frío, por sus parques y plazas espaciosas, por los melancólicos malecones o a bordo de los renqueantes tranvías abarrotados, enfilando por sus amplias avenidas. En uno de ellos fue como llegué al famoso Teatro Mariinski que desde el siglo XVIII es el escenario más privilegiado de Rusia. Allí desplegaron su arte Ana Paulova y Mijail Barishnikov hasta el genial Marius Petipa, uno de sus más grandes directores. Una velada en el Mariinski es el “gran plato fuerte” indispensable en el recorrido cultural por San Petersburgo.

Al día siguiente respiré hondo, me dí ánimo, invoqué protección y ... ¡entré al metro! Fue una experiencia impactante, la escalera donde estaba parada se perdía a una profundidad que me atemorizaba, me mareaba de sólo mirarla. Pero estaba jugada, tenía que bajar por ella, luego otra más...y, al fin en el tren.

No era muy moderno pero si muy cuidado y limpio. Observé a cada uno de sus pasajeros, en su mayoría leyendo diarios o libros; casi no se escuchaban hablar. Pero ví que me miraban con un disimulado asombro. Enseguida pensé en el difícil momento que estarían viviendo ... Aunque seguramente todo sería para bien.

Las estaciones se iban sucediendo, todas muy coquetas, con esculturas y revestimientos de mármoles y cristales. Las diferenciaba por su ornamento más que por sus nombres, tan difíciles de pronunciar

Llegué, al fin, a la famosa fortaleza de Pedro y Pablo, una de las prisiones más conocidas de la época imperial, luego al Almirantazgo y, desde allí, comencé el recorrido por la calle Nevski, la principal arteria de la ciudad , que concentra, a lo largo de cinco kilómetros, viejos y nuevos comercios, como las recién inauguradas boutiques de alta costura italiana y francesa.

En Nevski abre sus puertas a diario el café de la Literatura que frecuentaba (entre otros) el gran poeta Pushkin. Desde allí partió un día hacia el duelo en el que encontraría la muerte. En el comercio contiguo, más parecido a una sala de baile de la época imperial que a un supermercado, puede adquirirse comida de importación a precios desorbitados. A pesar de ello, los compradores y curiosos pululan a toda hora.

En mi periplo visité los tradicionales almacenes rusos Gostini Dvor, la librería Dom knig y los increíbles negocios donde venden artículos regionales, como las matrioskas de madera pintada, el auténtico vodka, el caviar y los cristales. Lo llamativo era que apenas pisaba el comercio me servían una copita de vodka: es una costumbre muy generalizada en este país de largos y fríos inviernos.

Caminando por Nevski y sus alrededores se destacan antiguos palacios como Strogonov, la catedral de Kazán, inspirada en la basílica de San Pedro Vaticano y la iglesia de la Resurrección, ambas en restauración. Pude entrar, en cambio, a la catedral de San Isaac que funciona como museo. Lo que recuerdo nítidamente es el verde de sus columnas de malaquita y la cúpula que medía ochocientos metros cuadrados. Me quedó gravadísima la gesta colosal de sus habitantes. Me contaron que, durante el asedio de novecientos días de las tropas alemanas, en la segunda guerra mundial, la gente trabajaba en la oscuridad de las noches tapando el techo de la iglesia con telas negras para que pasara desapercibida durante los constantes bombardeos. Así, denodadamente, trabajaron los “petersburgueños” salvando éste y otros tesoros, patrimonio de la humanidad.

Desde la isla Vasilevski, zona residencial en el siglo XIX, se pueden visitar la casa de la Bolsa, las columnas Rostrales, el museo Literario y la Academia de Ciencias. Desde allí se obtiene una hermosa vista de la ciudad.

EL SUEÑO DE PEDRO EL GRANDE

Son más de cuarenta las islas que conforman la ciudad y sus alrededores; fueron tierras ganadas a los pantanos del delta y a las alimañas. Pero, finalmente, el sueño de Pedro el Grande de convertir a esta ciudad en una nueva Corte Francesa y de dotar a Rusia de una salida al Báltico se hizo realidad en el siglo XVIII; fue cuando comenzó su construcción alrededor de la fortaleza de Pedro y Pablo, que había sido erigida años antes.

El Zar en persona se ocupó de que nada quedara librado a su suerte; sus órdenes eran cumplidas a golpe de látigo a quienes osaban revelarse. En su construcción todos los ciudadanos debían participar de una manera u otra. Un registro de esto lo da la disposición de que “todo aquél que se aproximara por tierra o por mar a San Petersburgo estaba obligado a aportar piedra de sillería para contribuir a su construcción”.

Hacer realidad este sueño costó enormes esfuerzos, dinero y lo más valioso: la vida de cien mil campesinos, prisioneros de guerra, presidiarios y soldados que murieron de hambre y frío durante su edificación.

Todo fue milimétricamente calculado por los ingenieros y arquitectos italianos y franceses que el Zar atrajo hasta sus dominios con la promesa del pago de grandes fortunas.

La inauguración de esta ciudad monumental despertó la envidia de todo el continente por ser la metrópolis mas representativa en cuanto al arte, la cultura y la intelectualidad de toda Rusia.

EL TESORO DEL hERMITAGE

Era en sus orígenes el Palacio de Invierno, residencia oficial de la familia imperial. Está compuesto por más de mil salas en las que se exhiben tres millones de piezas de arte.

Es evidente que conocerlo en su totalidad llevaría muchas semanas de extensos recorridos. La famosa Sala Dorada, de estilo bizantino, se caracteriza por el revestimiento de oro labrado, tanto en sus muros como en el artesanado del techo.

El Salón Malaquita es el más destacado y visitado. Fue en sus orígenes la antecámara de la emperatriz Alejandra Bulov. En la misma se utilizó la malaquita para su decoración. Sus columnas y pilares están íntegramente recubiertos por piedras preciosas. Las columnas, la chimenea y los jarrones son de malaquita pero los grandes candelabros son de lapizlázul.

La cámara del Emperador Nicolás está tal cual la dejara antes de morir; allí se guardan su uniforme, su espada y el casco. La sala Nicolás es de grandes dimensiones y estaba destinada a los bailes de la corte.

La sala de Pedro el Grande está íntegramente tapizada en terciopelo rojo, sembrado de águilas rusas de oro: fue destinada al Trono Imperial que se eleva majestuoso sobre un estrado.

El palacio comprende también la Catedral de la Santa Imagen, que guarda sus mejores reliquias .

En un lugar muy especial se exhiben las joyas de la corona y el tesoro imperial, custodiados muy celosamente por guardias del palacio.

14_ERMITAGE_ROOM_OF_EMBLEMS.JPG

Más de mil salas en las que se exhiben tres millones de piezas de arte componen el Palacio de Invierno, residencia oficial de la familia imperial.

14_SAN PETERSBURGO.JPG
14_ERMITAGE, MAIN STAIR.JPG

TRAS LOS PASOS DE CATALINA LA GRANDE

Me hallaba fascinada recorriendo la afamada pinacoteca del Hermitage, gozando con las valiosas obras del Renacimiento italiano y de los países Bajos -sin olvidar a los impresionistas franceses- cuando, de pronto, advierto lo que tanto había buscado. La flecha indicaba con precisión una leyenda: ”Estos fueron los aposentos privados de la Zarina Catalina la Grande”.

Confieso que mil historias leídas desde mi juventud se atropellaron en mi mente, pero ahora tenía la oportunidad de comprobar si el famoso aposento, de la no menos afamada dueña, era tan fastuoso como lo describieran crónicas devoradas en mis épocas juveniles.

Entré... di vueltas... No, en realidad no era tan fastuoso. En ese instante recordé que en ese cuarto había una estratégica ventana que daba a una gran avenida, miré y enseguida la reconocí. Allí estaba, como en épocas lejanas... Me asomé por ella, como otrora lo hiciera cada día al levantarse Catalina la Grande y, desde allí, saludar a quien era su gran amor y al cual le había obsequiado un bello palacio con balcón desde donde el afortunado amante la saludaba con amor día tras día.