Preludio de tango
Paquita Bernardo

Preludio de tango
Paquita Bernardo

Manuel Adet
El bandoneón siempre fue cosa de hombres hasta que llegó Paquita Bernardo. Mucho antes de que el feminismo fuera una bandera de lucha o una consigna admitida por la mayoría de la sociedad con el pensamiento políticamente correcto incluido, Paquita se decidió a tocar un instrumento considerado eminentemente masculino. Fue antes de 1920 y, por supuesto, para poder darse el gusto tuvo que lidiar con su padre y sus hermanos que, a juzgar por el tono de sus protestas, consideraban que la hija o la hermana más que dedicarse a arrancarle sonidos al bandoneón se dedicaría al oficio milenario porque sólo las mujeres de la calle podían animarse a tomar semejante decisión.
No todos los hombres se ocuparon de condenarla. Por el contrario, en su breve vida recibió el reconocimiento de los grandes, entre los que merece mencionarse a Carlos Gardel y Roberto Firpo. La historia cuenta que durante una exhibición organizada por la compañía discográfica Max Glucksman, la misma que producía las placas de Odeón, Gardel le dijo a Firpo: “Maestro, el público es soberano y hay que tener en cuenta que Paquita es la única mujer que ha dominado a ese taura que es el bandoneón”.
Francisca Cruz “Paquita” Bernardo -conocida luego como “La flor de Villa Crespo” o “La mujer del bandoneón”- nació el 1º de mayo de 1900, aunque dicen los biógrafos más minuciosos que la inscribieron el 3 de mayo. Porteña, hija de españoles, de don José y María Jiménez, que llegaron a estas costas en 1887. Vivieron en varios lugares, pero para lo que nos importa su domicilio clásico fue el de calle Gorriti casi esquina George Canning.
La música le llegó desde la casa, pero ella la hizo suya desde muy niña. Los padres, cuya posición económica, sin ser la de millonarios, era holgada, la alentaron a estudiar piano, tarea que realizó en el conservatorio de la profesora Catalina Torres. Se dice que en esas sesiones musicales conoció a un adolescente llamado José Servidio, el mismo que años después compondría el tango “El bulín de la calle Ayacucho”, con letra del gran Celedonio Flores.
El encuentro con Servidio no fue una anécdota liviana en la vida de Paquita. A través de ese muchacho ella descubrió el bandoneón y a partir de ese momento nunca se separó de él. Como ya dije, su vocación debió pelearla con su padre que nunca aceptó que la niña de sus ojos tocara un instrumento que nada tenía que ver con la imagen romántica y dulzona de la mujer.
No sabemos cómo arregló la interna familiar, pero lo cierto es que la muchachita pronto estuvo tomando lecciones con Augusto Pedro Berto y en algún momento Pedro Maffia y Enrique García se tomaron el trabajo de enseñarle algunos secretos del fueye, que la chica asimiló al pie de la letra. Digamos que además de ser la pionera en su género, la muchacha se formó al lado de los mejores.
La leyenda cuenta que a los catorce abriles nuestra heroína ya estaba trepada a los escenarios. Más rigurosos, los historiadores estiman que el hecho se produjo en 1920 y el estreno ocurrió en el célebre Café Domínguez (¿se acuerdan del tema de D’Agostino recitado por Julián Centeya?) ubicado en Corrientes 1537: “Café Domínguez de la calle Corrientes que ya no queda...”. Centeya menciona al cuarteto de Graciano de Leone, a Pirincho, Firpo, Arolas y Pacho. Pero no dice una palabra de Paquita que al inicio mismo de la década del veinte subía al escenario con su propia orquesta en la que se lucía en el piano un adolescente que decía llamarse Osvaldo Pugliese, un violinista que respondía al nombre de Elvino Vardaro acompañado de otro gran violinista: Alcides Palavicino. Completaban la orquesta Vicente Loduco con la flauta y su hermano Arturo Bernardo con la batería.
El debut en Café Domínguez fue un éxito completo. Dicen que a partir de ese momento la contrataron por 600 pesos mensuales, más del doble de lo habitual. Allí estrenó su creación “Floreal”. Las crónicas recuerdan que el salón se desbordó de gente y la policía se vio obligada a desviar el tránsito por calle Paraná porque el público ocupaba la calle y el café funcionaba con las puertas y las ventanas abiertas para escuchar a estos chiquilines apadrinados por otros chiquilines que respondían al nombre de Maffia y García.
A partir de ese momento Paquita no dejó nunca de trabajar. Contra las predicciones de su padre, nunca usó pantalones; siempre pollera y muy elegante. En el Buenos Aires de principios de la década del veinte pululaban los bolichitos, clubes de barrio, cafetines, glorietas, salas de cine y teatro de revistas. En todos esos lugares, Paquita se lució con su fueye. También estuvo presente en la célebre confitería 18 de Julio, de la ciudad de Montevideo. En 1923 actuó en la Gran Fiesta del Tango organizada por la Sociedad de Compositores. Y desde diciembre de 1924 hasta fines de febrero de 1925 participó en el Teatro Smart con la compañía de Blanca Podestá.
Además de sus habilidades con el bandoneón, Paquita se destacó como compositora con temas como “Floreal”, “Villa Crespo”, “Cerro divino” y “Cachito”, éste último dedicado a Horacio Domínguez, hijo del dueño del mítico café. Respecto de este tema hay que decir que luego Francisco García Jiménez le puso letra y el tango fue estrenado por Carlos Gardel con el título de “La enmascarada”. Gardel también grabó el vals “Villa Crespo” compuesto por Paquita. Ella misma estrenó en Montevideo su creación “Cerro divino”.
Refiriéndose a ella, dijo García Jiménez: “Debe de haber sido importante que Paquita fuera la primera y única bandoneonista femenina de Buenos Aires, ya que hace varias décadas en su tumba de Chacarita, día por día dejan flores frescas las piadosas manos del pueblo”. Paquita Bernardo murió muy joven, demasiado joven. Tenía veinticinco años y toda una carrera profesional por delante. Se dice que la mató la tuberculosis, pero otros afirman -difícil de creer- que fue un resfrío mal curado. Esto ocurrió el 14 de abril de 1925.
Lamentablemente no grabó, motivo por el cual lo que sabemos de su música proviene de la memoria y la leyenda. Lo cierto es que en un tiempo cuando en las orquestas de señoritas -que ya abundaban en el Buenos Aires de entonces- había pianos y violines y nadie se le animaba al bandoneón, llegó Paquita: blusa blanca, pollera negra y un almohadón recamado donde apoyaba sus pies. Hoy en la sala principal de la Academia Nacional del Lunfardo hay un grabado de López Anaya que recupera su imagen para todos los amantes del tango.