Preludio de tango

Horacio Ferrer: “Mi penúltimo whisky”

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Manuel Adet

A fines de los años sesenta, y en el clima cultural de aquellos tiempos, un puñado de canciones lo hizo famoso y lo instaló para siempre en el escenario donde brillan los grandes poetas del tango. “Balada para un loco” y “Chiquilín de Bachín” fueron temas decisivos. La “Balada para un loco”, en particular, fue el impacto más importante de su tiempo. Un nuevo lenguaje, una nueva poética, imágenes y metáforas insólitas, demostraban que el tango -a pesar de los agoreros que todos los días firmaban su certificado de defunción- tenía capacidad para renovarse.

No es casualidad que el experimento haya contado con la presencia de ese otro vanguardista que fue Astor Piazzolla y la voz inmejorable de Amelita Baltar. Los debates sobre si eso era o no tango perdieron actualidad. Lo que estaba fuera de discusión era que se trataba de música de la ciudad y esa ciudad era Buenos Aires. Ahora bien, y más allá de las abundantes y a veces trilladas discusiones teóricas, ¿puede haber una música ciudadana interpretada por un bandoneonista que se inició con Troilo, que no sea tango?

A “Balada para un loco” le sucedieron algunas baladas memorables. “Moriré en Buenos Aires será de madrugada,/ guardaré mansamente las cosas de vivir,/ mi pequeña poesía de adioses y de balas,/ mi tabaco, mi tango, mi puñado de esplín”, dice en “Balada para mi muerte”. O en “Balada para él”, dedicada a Luca Demare. “Cayó la tarde y él tenía tangos/, whisky en la zurda y en la otra sed./ Su voz un gusto de magnolia macho,/ los muslos duros de saber volver”.

Seguramente, Ferrer en algún momento se preguntó si era posible escribir tangos en un mundo o en una ciudad cuyo paisaje era muy diferente al que había inspirado a los grandes maestros. ¿Es posible hablar de un pasado que ya no existe? ¿Es posible escribir sobre un presente que poco y nada tiene que ver con aquella ciudad de casas bajas, esquinas con farolitos y calles empedradas que desembocan en cortadas y callejones de tierra? La respuesta de Ferrer a ese interrogante fueron estas baladas, algunas más conocidas, otras no tanto, pero que en su totalidad dan cuenta de una visión del mundo, un lenguaje que lo expresa.

La obra de Ferrer podría discutirse, y es posible que a algunos no les guste o insistan en que eso no es tango. Lo que no se puede hacer es desconocerla o descalificarla con argumentos anacrónicos. En esa obra, hay temas de vanguardia, pero también canciones que hablan de un Buenos Aires íntimo o una ciudad donde sobreviven personajes llamados a desaparecer.

Uno de sus clásicos en ese sentido fue “La última grela”, escrito a pedido de Aníbal Troilo. Dice en uno de sus versos. “Del fondo de las cosas y envuelto en una estola/ de frío, con el gesto de quien se ha muerto mucho/ vendrá la última grela fatal canyengue y sola/ taqueando entre la pampa tiniebla de los puchos”. Escribe en otra estrofa: “Despedirán su hastío, su tos, su melodrama,/ las pálidas rubionas de un cuento de Tuñón/ y atrás de los portales sin sueño, las madamas/ de trágica melena dirán su extremaunción.// Y un sordo carraspeo de esplín y de macanas,/ tangueándole en el alma le quemará la voz,/ y muda y de rodillas se venderá sin ganas,/ sin vida y por dos pesos, a la bondad de Dios”.

Se ha dicho que los tangos de Ferrer son para la clase media, que usa un lenguaje con guiños para la clase media intelectual. Eso y no decir nada es más o menos lo mismo. Con todo respeto, digo que pretender reducir a los tangos a una cuestión de clase social es una estupidez o una falta de perspectiva. Ferrer escribió en su mejor momento los tangos que la ciudad y su tiempo estaban predispuestos a escuchar. Y lo hizo bien.

También habló del futuro. El loco de la balada se piantaba para diferentes espacios. Uno de ellos el estelar, el de las venusinas, mujeres de otros planetas que caminan por Buenos Aires esperando un amor que no encuentran. Dice en una de las últimas estrofas: “Y un día las venusinas volvieron camino a Venus/ con unas sombrillas claras./ Algunas se demoraron y anclaron en Buenos Aires/ perdidas de sus bandadas./ Son esas mujeres hondas, calladas, tristes y raras/ que habitan esta ciudad/ y fueron las que inventaron al tango y las nostalgias”.

“Preludio para el año 3001”, tiene música de Piazzolla, pero como los grandes poemas se lo puede leer sin necesidad de acompañamiento musical, porque la música está en las palabras. Así arranca “Renaceré en Buenos Aires en otra tarde junio,/ con esas ganas tremendas de querer y de vivir,/ renaceré fatalmente será el año 3001/ y habrá un domingo de otoño por la plaza San Martín”. Dice en otra de sus estrofas: “Renaceré de las frutas de un mercado con laburo/ y de la mugre serena de un romántico café,/ de un sideral subterráneo Plaza de Mayo a Saturno/ y de una bronca de obreros por el sur renaceré”.

Después están sus poemas a personas y personajes. A Woody Allen, por ejemplo. Es un tango con música de Raúl Garello. “Woody Allen, quiero verte en Buenos Aires,/ ruso piola y atorrante de Manhattan”. También con Raúl Garello homenajea a Pérez Rompani, el Flaco Pérez: “Y un tango entabacado, mistongo y candombero/ dirá: ‘Chau flaco lindo’ con penas de marfil/ y cuando al alba giman danzando los espectros/ se sonreirá su barba colgada en el atril”.

Hay un poema al Polaco Goyeneche que interpreta Guillermo Galvé con Leopoldo Federico que es imperdible. “Porteño flaco y rubio te dicen el Polaco./ Tal vez fuiste morocho y el alba te peinó,/ con lágrimas de luna, muy niño en aquel patio,/ dolor que en una orquesta de mirlos debutó.//... Porteño flaco y rubio te dicen el Polaco./ Polaco, hermano mío, vení, cantá, ¿no ves?/ que en tu talento sueña la noche fantaseando/ un loco valsecito de Expósito y Chopin”.

Horacio Arturo Ferrer nació en Montevideo, el 2 de junio de 1933. Los amigos le festejaron sus primeros ochenta años en el Maipo. Los que lo vieron aseguran que estaba entero como siempre. Su morada seguía siendo en el octavo piso del Alvear Palace Hotel, en donde vivió hasta su muerte. ¿Un bon vivant? Un bon vivant declarado en 1992 ciudadano ilustre de Buenos Aires, un bon vivant con tangos en los bolsillos, moñito compadrón y aires de Roberto Arlt y Raúl González Tuñón.

Nació en el seno de una familia de clase media uruguaya. Su padre era profesor de Historia y su madre, Alicia Ezcurra, tataranieta de la esposa de Juan Manuel de Rosas. Alguna vez, Ferrer quiso ser arquitecto, pero el tango pudo más. Su preocupación por la vanguardia nació en aquellos primeros años juveniles. Todavía era un pibe cuando inició en Montevideo un programa radial que se llamará “Selección de tangos”. En 1954 fundó El Club de la Guardia Nueva, que organizó grandes recitales con la presencia de Troilo, Salgán o De Caro. En 1955, lo conoció a Astor Piazzolla que recién llegaba de París. El encuentro será algo más que una anécdota.

Las preocupaciones intelectuales de Ferrer siempre fueron intensas. Durante siete años dirigió la revista Tangueando y, en 1959, escribió su primer libro: “El tango, su historia y evolución”, editado por Peña Lillo. El libro es de alguna manera el anticipo de lo que luego será su obra maestra: “El libro del tango. Arte popular de Buenos Aires”. También para esa época organizó el primer festival universitario de tango, que contó con la participación estelar de Astor Piazzolla.

Como se podrá apreciar, Ferrer no fue un forastero para el tango o alguien que entró por la ventana a su recinto sagrado. Poemas, programas de radio, revistas, organización de recitales, dan cuenta de lo que muy bien podría calificarse como una militancia tanguera.

En 1967, grabó los poemas de “Romancero canyengue”, acompañado de la guitarra de Augusto Carlevaro. Es para esa fecha que Piazzolla lo invitó a trabajar juntos. Horacio largó todo en Montevideo: diario, revista, suplementos literarios, y se instaló en Buenos Aires. El punto de partida será con la operita “María de Buenos Aires”. Murió el 21 de diciembre de 2014.