Nacimiento del Verbo Encarnado

Arturo Lomello

No es fácil asumir lo que significa que Dios se ha encarnado y que convive cada día de nuestra vida con nosotros. Pero aunque lo hayamos asumido, mucho más difícil todavía es vivirlo en plenitud. Y, sin embargo, paradójicamente resulta indispensable para lograr cabalmente la condición de humano, la realidad del verbo encarnado.

Muchos aceptan la existencia histórica de Jesucristo pero no que sea el Hijo de Dios. Pero es precisamente la historia la que demuestra que sin la divinidad de Jesús la vida es polvo que lleva el viento para no volver, polvo infecundo. Esa inserción de la eternidad en el tiempo es la que deberíamos celebrar siempre y no haberla convertido en una fiesta pagana, donde lo que celebramos es la desaparición divina.

Una y otra vez grandes místicos, grandes santos, grandes filósofos han evidenciado que es real la Navidad, que Dios ha dejado de ser un ignoto misterio para convertirse en nuestro amigo misterioso de todos los días. Pero tales demostraciones, si bien han servido para mantener la luz de la eternidad ante nuestros ojos, no han podido concretar del todo la encarnación de Dios en la historia. Por eso vivimos angustiados ante la presencia de ese vacío que destruye nuestros actos y los sume en el olvido, origen de la violencia inusitada que rige nuestro devenir.

Entonces, la verdad es que estamos en deuda con la Navidad, una deuda inmensa, que solamente se puede saldar con el auxilio de, precisamente, el Verbo Encarnado. Sin embargo, es indispensable que lo comprobemos siguiendo los pasos de Jesucristo, que nos otorga su gracia cuando abrimos los ojos y advertimos que el presunto vacío es el útero donde se genera nuestra alegría, nuestra esperanza, más allá de las pesadillas que está viviendo el mundo.