Validez dramática del tango

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Postal tanguera de 1910.

 

Juan José Santander

Lo dramático acá no refiere a una situación angustiosa y conflictiva aunque pueda serlo- sino que refiere al drama, como expresión teatral. Apunta a la fuerza que esa representación tiene y cuyo influjo sobre nuestro ánimo nos lleva a la “suspension of disbelief” cara a Coleridge y entre nosotros, a Borges y Bioy- y conduzca tal vez a la catarsis del Estagirita que Averroes no comprendía, como Borges describe.

Esa representación se apoya en un tiempo y en un espacio donde unos personajes interactúan. Y esa condición está presente en algunas letras de tango. Además de la sensación ominosa que algunas de sus músicas evocan. Tanto en tangos más viejos como en los más nuevos que algún tanguero viejo hasta descalifica como tango. Escuchen “A fuego lento” o “Don Juan”, separados por décadas. O “Prepárense”.

Pero esto sería la “música incidental” compuesta por grandes de la música para ambientar obras de grandes del teatro. Mucho antes de que hubiera “música de películas”, sin desmerecer. Lo que provoca en mí el sentimiento dramático es lo que sucede a partir de la letra de, por ejemplo, “Volvió una noche”. La acción se inicia con la primera palabra, y pinta una situación que enfrenta el protagonista: “No la esperaba”. Es decir que arranca como un relato en primera persona, no a la manera de las “memorias” sino como una novela confesional moderna.

“Había en sus ojos tanta ansiedad” ya nos pinta a la interlocutora del narrador en su actitud. “... que tuve miedo de reprocharle / su felonía y su crueldad” nos cuenta qué había pasado entre ellos.

Sería entretenido seguir así, línea por línea, pero lo que me interesa es el conjunto: en entre tres y cinco minutos, aproximadamente, dependiendo de la sensibilidad e imaginación del oyente, se nos pinta una historia de vida cuyo nudo desata ese instante.

Uno puede inclinarse a favor de uno u otro de los protagonistas. Y comprender o compartir qué impulsa a cada cual a actuar como lo hace. Nuestra propia experiencia de vida nos determina, probablemente.

Pero a lo que voy es a que no hay otro género de música popular moderna con esto me refiero al siglo XX y a una popularidad que le pertenezca- que ostente tantas muestras de este tipo de composiciones como el tango.

Por supuesto que hay en él muchas más facetas: desde su inicio que, quizá por la simultaneidad y el 2/4, me suena emparentado al rag a lo Scott Joplin y coetáneos; pero eso es la música. Las letras, en la mayoría de las canciones populares del mundo, hablan de amores contrariados o rara vez- correspondidos, de sucesos corrientes, hacen crítica de costumbres y caracterización de personajes. Todo esto se puede encontrar en el tango. Pero lo que no encuentro fuera de su ambiente es esa pintura de un encuentro o de un acontecimiento que gravita sobre la vida de sus protagonistas, metiéndonos en ella como si estuviéramos ahí.

Recuérdense “Sola, fané y descangayada”, “Que en mi caída”, “Te vi pasar, tangueando altanera”, “Y un farol, en duelo criollo vio”, “Daba la diana el gallo”, “Me dijo hasta luego”, “En la doliente sombra” o tantísimos otros ejemplos de historias con las que hemos convivido desde la infancia los que fuimos signados por el tango en su tierra, o quienes se han acercado a él atraídos por su música o por sus palabras, si las entienden. Y no es una referencia discriminatoria.

Gozamos de música de todo el mundo. Singularmente en la Argentina, estamos abiertos y hasta quizá diría que somos proclives a dejarnos llevar por aquello que no conocemos, como país de inmigración que somos. Probablemente, pienso, la universalidad de algunos de nuestros escritores, tan argentinos como se pueda serlo -y digo Borges, o Cortázar, o Filloy, o Macedonio Fernández, o Mateo Booz, o Manuel Puig-, radique precisamente en esa tendencia compartida por todos.

Pero hay algo en el tango, en algunos tangos, que nos afecta como no lo hacen otras músicas u otras palabras cantadas, aunque sea una lengua extranjera que conozcamos. Y creo que es porque, por un lado, hemos sido preparados para ello y, por otro, el tango tiene esa validez dramática que señalo. Validez que implica vigencia, como un remedio que aún puede curarnos, porque no está vencido; como un buen vino que se ha madurado sin agriarse; como una amistad que la ausencia no mella.

A la vez, somos el pueblo en cuyo seno se gestaron esos tangos, esos dramas cantados. Con la peculiaridad de que los bailamos. Y la intencionalidad del caballero que solicita con una cabeceada a una dama bailar con ella está a años luz de todas estas reflexiones. Lo que no quita realidad ni validez ni al drama ni al cortejo. Sólo que ubica a éste en un contexto único, si se compara con otras danzas contemporáneas de pareja.

Por lo pronto, son “el caballero” y “la dama”. O así han sido tradicionalmente considerados. Al punto que los servicios para unos y otras llevan esa denominación identificatoria. Lo que no debería extrañarnos. Citábamos en “Volvió una noche” “su felonía”, término a todas luces ajeno al lenguaje popular, tan medieval como las baladas románticas (no pensar, por favor, en los “baladistas” de discos de vinilo y mediados del siglo pasado) de las que este tango es un excelente paradigma, sin desmerecer al John Keats de “La Belle Dame sans Merci”, pero en un contexto de café quizá confitería-, urbano y más que probablemente porteño; es decir, de la ciudad de Buenos Aires. No en un bosque europeo. Pero con la misma aura mágica.

En esto reflejamos, por una parte, esa apertura a la que me refería y, por la otra, ese arcaísmo que nos ha traído a conservar los giros verbales y pronominales del Siglo de Oro español, cuando empezaron a llegar los conquistadores a nuestras costas (Juan Díaz de Solís y el Mar Dulce, nuestro Río de la Plata, se encuentran en 1510, Isabel la Católica muerta un año atrás apenas).

De ahí, se me ocurre, nos ha ido quedando cierta ceremoniosidad, probablemente emparentada también con el gaucho, que precede al inmigrante en el suelo y acaba mestizándose con él, como antes el conquistador con el indio, de quien a su vez quizá nos venga esa cierta inescrutabilidad criolla, que la familiaridad no contradice sino que le confiere una amable cotidianeidad y vela un profundo sentido del humor.

La sátira y la ironía surgen así en el tango, bordeando el sarcasmo y sonriendo a la amargura: ¡te creés que al mundo lo vas a arreglar vos...!

Otra faceta, de las múltiples que despliegan las letras del tango: deliciosas, como la marquesa que se tiznó la boca por besar a un clown. Tremendas, como “dos niños que lloran y un cacho de pan”.

Volvamos al drama. No estoy de acuerdo en esa visión del tango como “un duelo que se baila” o concepciones similares, de las que es ejemplo ese tango filmado por Alan Parker en “Evita”, más allá de su valor estético.

Estimo que se pierden a la vez dos aspectos: uno, la riqueza y variedad esbozada hasta ahora y que estimo puede proyectarse al infinito, o casi; el otro, la paradoja señalada de qué es lo que le pasa a la pareja que baila.

Yo estoy contemplando, digamos, “Volvió una noche” u otro, como “Soledad” o “Cuesta Abajo”, o tantos-, a la manera de quien se aboca a una obra de arte.

La pareja que baila sigue la música, lleva el compás, tiene una vaga idea de fondo de lo que la letra dice, pero a lo que está atenta como debe; si no, lo haría mal, con torpeza- es al propio cuerpo y al ajeno tan próximo con el que evoluciona sobre la pista bajo sus pies; cuerpos abrazados.

Ante este público, el cantor o la cantante trata de expresar sostenido en la música lo que la letra dice. Alguien que no esté bailando en ese momento tal vez esté en la misma situación que estoy, pero lo más probable es que converse, cuente chistes, beba, ría y festeje en compañía, quizá oteando a quién cabeceará para la próxima danza, o cómo responderá si aquel buen mozo que ha visto cabecea mirándola...

Pero el drama en la letra permanece. Válido hasta que nos detengamos a escucharlo. No basta con oírlo.

Lo que no se encuentra fuera del ambiente del tango es esa pintura de un encuentro o de un acontecimiento que gravita sobre la vida de sus protagonistas, metiéndonos en ella como si estuviéramos ahí.