DIGO YO

Nisman en el Uritorco

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Natalia Pandolfo

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El silencio de la montaña es atronador. El aire se despoja de cualquier vicio y el cielo es una manta celeste interrumpida sólo por el gran agujero amarillo. Respirar y admirar: no hay lugar para otros verbos.

Entonces alguien viene y dice:

—Qué país.

Y una se resiste a caer. A pesar de los cincuenta pesos que te cobraron para dejarte subir al cerro -“Esto es de los Anchorena”, intentará explicar un guía turístico como quien dice pague o retírese-, una trata de capturar la magia, de camuflar el espíritu en el paisaje, de no derrapar. El hombre acomoda sus chucherías e insiste:

—Qué país, qué barbaridad.

Resignada, lo suficientemente perseguida por el mandato de las buenas costumbres como para no responder a la interpelación, una va y cae.

—¿Qué pasó?

—¿No se enteró? Se suicidó Nisman, el fiscal que mañana iba a denunciar a la presidente.

Entonces, el daño al silencio es irreparable. Una señora que también miraba artesanías recibe el balón con presteza y raudamente arroja:

—No se suicidó. Lo mataron.

Otros se van asomando, cual sol del veinticinco. Increíblemente, cada uno porta en su cartera una certeza.

—Más vale que lo mataron. Quién sabe las cosas que tenía para decir.

—Yo escuché hoy la radio -dice un señor con la seguridad de un piloto de avión-. Ahí explicaron todo. No puede ser suicidio.

—El tipo se mató porque lo amenazaron con hacerle daño a la familia. Quién no se pegaría un tiro en su lugar.

Un coro de voces improvisadas empieza a tomar forma y no se detiene en su melodía distorsionada. Todos hablan desde el lugar del saber. Todos escucharon y leyeron y repiten como loros enajenados lo que escucharon y leyeron.

Entonces, en ese escenario majestuoso, el duelo de relatos cae como un alud. Dos o tres escucharon a Lanata y vieron TN y entonces saben, lo saben fehacientemente, como si hubieran estado en el lugar del crimen ese día a esa hora, que fue el gobierno quien lo mató. Se imaginan, me imagino, que todo lo que les dicen es cierto: que eso que escucharon es la verdad.

Otros dicen que si esto perjudica al gobierno, entonces es claramente una maniobra de Clarín. Vieron 678 y leyeron el Página y entonces saben, lo saben fehacientemente, como si hubieran estado en el lugar del crimen ese día a esa hora, que fue el grupo quien lo mató. Se imaginan, me imagino, que todo lo que les dicen es cierto: que eso que escucharon es la verdad.

Se enfrascan en una discusión de necios, argumentan con los brazos en alto, tratan de imponer al otro su lógica. Están tan endemoniadamente seguros que entristecen el aire.

Nadie duda, nadie se permite pensar. Chasquean la lengua y dicen pero por favor, menean la cabeza, gritan vamos, a mí me van a vender ese buzón. Se agachan y se esconden tras el buzón propio. No piensan más, se sientan a un lado.

Parecieran asustados ante la posibilidad de no saber: espantados frente a esa marca que sella nuestros días desde hace veinte años, cuando 85 personas murieron por un ataque del que todavía nadie sabe nada. Porque es más fácil inventar respuestas que exigirlas. Porque es más fácil subirse a la coartada que saltearla y ver qué hay del otro lado. La ausencia de verdad y justicia sigue allí, tan naturalizada que a nadie parece importarle tanto ya. El silencio de la montaña es atronador.