En Familia

El orgullo de ser humilde

Rubén Panotto (*)

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Entre los temas, expresiones, palabras que se van descartando y destinando al baúl de las antigüedades, están el defecto del orgullo y la virtud de la humildad. Una persona me comentaba que para ella el orgullo era una buena herramienta para salir de situaciones difíciles de la vida, como si una pulsión virtuosa le repitiera “vos podés, vos tenés cualidades personales que otros no; sos mejor que muchos que andan sin honor ni dignidad”.

Al parecer, el desuso del término desdibujó su verdadero significado, instalándose en la mente y la vida de las personas como un medio para salir adelante. Sin embargo, el orgullo es un exceso de la propia estima y méritos, y quien lo padece se siente superior a los demás. El orgulloso cree y confía en todo lo que hace, con la certeza de que es el único que puede hacer todo bien y que no hay nadie mejor. Podemos llenar una biblioteca con relatos de historias despreciables como fruto del orgullo y la soberbia. No obstante, es dable considerar el tremendo daño que eso causa en la familia y en la sociedad, provocado por la arrogancia de padres y gobernantes.

El canónigo agustino del siglo XV, autor de la “Imitación de Cristo”, Tomás de Kempis (1380-1471), señaló: “No eres más porque te alaben, ni menos porque te critiquen; lo que eres delante de Dios, eso eres y nada más”.

Primero en todo

La persona orgullosa se caracteriza por su actitud permanente de ser el primero en todo, hablar primero, se ubica primero intentando hacerse ver y declarar su opinión creyendo que es la mejor. El orgulloso se cree imprescindible y no confía en nadie, sólo en sí mismo. Cree ser el padre/madre que tiene la familia perfecta, los hijos perfectos, la mejor casa, el mejor auto, el que tiene la mejor profesión o trabajo, con los más altos resultados económicos, etc. No acepta el aporte de los demás, y descarta toda sugerencia o consejo, sólo porque no se le ocurrió a él. Podemos levantar la mirada y ver, a nuestro alrededor, a muchos referentes sociales y políticos, empresarios, deportistas, intelectuales, artistas, etc., intolerantes ante las opiniones y críticas de otros, reaccionando con actitudes y expresiones ofensivas, descalificadoras y desproporcionadas, que ponen en evidencia la pobreza espiritual a que los ha sometido el orgullo y la soberbia.

La lección de Nabucodonosor

El libro bíblico de Daniel relata la historia de un rey de Babilonia, literalmente el hombre más poderoso del mundo, en los años 600 a. C.: “... mientras el rey paseaba por las terrazas del palacio exclamó: “Miren la gran Babilonia que he construido con mi gran poder, para mi propia honra”. De pronto se escuchó una voz que decía: “Rey Nabucodonosor: tu autoridad real se te ha quitado (....), y siete años transcurrirán hasta que reconozcas que el Altísimo es el soberano de todos los reinos del mundo, y se los entrega a quien él quiere”. Así sucedió y pasado ese tiempo, el rey manifestó: “Yo, Nabucodonosor, alabé al Altísimo, honré al que vive para siempre, y recobré el juicio. (...) Por eso alabo, exalto y glorifico al rey del cielo, porque siempre procede con rectitud y justicia, y es capaz de humillar a los soberbios”.

Qué importante es tener en cuenta esta enseñanza bíblica para abandonar el orgullo. Al igual que la soberbia, es un defecto, una enfermedad psíquica y espiritual, contrariamente a la humildad, que es una virtud saludable para el alma y remedio para las relaciones en la familia y la sociedad.

Algunos proverbios bíblicos instruyen más sobre el tema: “El altivo será humillado, pero el humilde de espíritu será exaltado”; “Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes”; “el que se cree ser algo no siendo nada, a sí mismo se engaña”.

Finalmente, y atendiendo al recordatorio universal de los días pasados, en que rememoramos la muerte y resurrección de Jesucristo, sus palabras son siempre un refresco para el ser abatido y el camino hacia una sanidad espiritual. Él nos dice: “Aprendan de mí, que soy apacible y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su alma”. Por su parte, el apóstol Pablo les transmitió a los Filipenses: “La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien no consideró el ser igual a Dios como algo a que aferrarse, sino que voluntariamente se hizo semejante a los seres humanos, y se humilló a sí mismo haciéndose semejante a los seres humanos, obediente hasta la muerte en una cruz. Por eso Dios lo exaltó hasta lo sumo, y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, y que toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor para la gloria de Dios Padre”.

Sólo Jesucristo venció el orgullo y la muerte, y no hay otra esperanza para acabar con la violencia y disfrutar de una vida de humildad. ¿No le parece?

(*) Orientador Familiar

Al igual que la soberbia, el orgullo es un defecto, una enfermedad psíquica y espiritual, a diferencia de la humildad, que es una virtud saludable.