La vuelta al mundo

Cumbre de Panamá: la lucha entre el pasado y el futuro

Cumbre de Panamá: la lucha entre el pasado y el futuro
 

Es muy probable que en el futuro la VII Cumbre de las Américas sea considerada por los historiadores el momento en que América ingresó al siglo XXI. Esto significa decirle adiós a muchas cosas que agriaron los debates del siglo XX. No deja de ser sintomático que en esta reunión el protagonista principal -les guste o no a los recalcitrantes- haya sido Obama, y que el propio Raúl Castro lo haya calificado como un hombre honesto, palabras que pueden ser más o menos creíbles, pero que son representativas más allá de cualquier especulación retórica.

Daría la impresión de que Barack Obama en la última etapa de su mandato está recuperando sus proyecciones reformistas y pacifistas. Los acuerdos con Irán y las iniciativas tomadas en la Cumbre así parecen confirmarlo. Por supuesto que sus actos generan reacciones duras en su propio país, pero ninguna de estas críticas autorizan a desconocer la representatividad del actual presidente de los EE.UU., representatividad que podría llegar a consolidarse en las próximas elecciones con la candidatura de Hillary Clinton, titular de la misma orientación liberals que hoy sostiene Obama contra lo dinosaurios del partido Republicano y su inefable Tea Party.

Que el mundo está cambiando y que el capitalismo también lo está haciendo lo demuestran los hechos. Si el reconocimiento de las nuevas situaciones merece calificarse como “pragmatismo”, es un tema a discutir, pero lo cierto es que los cambios son la constante y que aún no hay teorías que los designen plenamente, lo cual no deja de ser un legado interesante para las nuevas generaciones, exigidas a pensar los nuevos escenarios sin las anacrónicas anteojeras ideológicas que para bien o para mal ordenaron el siglo XX.

La presencia de Raúl Castro en Panamá y la reunión con el presidente de EE.UU., marca un antes y un después en la relación histórica planteada entre estos dos países. Los buenos modales y las palabras cuidadas no deben hacernos perder de vista las diferencias reales. En realidad, tal como lo sugiriera Obama en una de sus entrevistas, Cuba hace rato que ha dejado de ser un problema para los Estados Unidos e incluso para América Latina.

Ni faro de la revolución ni paraíso del hombre nuevo, Cuba ha quedado reducida a una dictadura tropical, con una sociedad agobiada por la opresión política y las penurias económicas y sociales. El propio acercamiento a los Estados Unidos obedece a la necesidad “pragmática” de atender necesidades internas acuciantes que ya no puede financiarlas Venezuela, como tampoco alcanzan los recursos económicos que -oh paradoja de la vida- envían los despreciables “gusanos” a sus parientes de la isla.

Sin guerra fría y sin posibilidades de financiar guerrillas en América Latina, Cuba queda a merced de la intemperie de la historia. Ni la retórica revolucionaria ni la agitación de mitos desgastados logran sostener una realidad social deplorable, la exposición real del fracaso de una experiencia revolucionaria que durante sesenta años mantuvo encadenada a la nación.

El mérito de Raúl Castro consiste en reconocer a regañadientes y sin renunciar a la verborragia, que algo hay que cambiar para mantenerse en el poder. La opción cubana en el mediano plazo no será la democracia, pero habrá avances en materia de libertades económicas, en sintonía con procesos como los ensayados en Vietnam o China. La otra alternativa sería la de un estallido como en Rusia, proceso en el que podríamos presenciar cómo los burócratas del Partido Comunista pasan a disputarse la propiedad de las empresas públicas con una codicia que colocaría a los “gusanos” más recalcitrantes de Miami en pequeños burgueses desconsolados, austeros y motivados por insólitos sentimientos de solidaridad.

Venezuela fue el otro tema en agenda. El señor Maduro llegó a Panamá con sus consabidas críticas a los EE.UU. y alentando la esperanza de una abrumadora solidaridad a su favor. No fue así. Antes de la Cumbre, ex presidentes insistieron acerca de la detención de los disidentes. En la misma línea se pronunciaron Dilma Roussef y Tabaré Vázquez. En este contexto, el señor Maduro ya no pudo hablar de maniobras imperialistas u otras tonteras por el estilo. Por su parte, Obama marcó diferencias con algunas decisiones de su burocracia respecto de considerar a Venezuela un peligro para los Estados Unidos y América Latina.

Los buenos modales no excluyen las diferencias alrededor de problemas de fondo. Efectivamente, a Estados Unidos le preocupa seriamente el eje Teherán-Caracas y la intención de alentar la instalación de bases del terrorismo fundamentalista islámico en América Latina. La preocupación se hace extensiva a nuestro país, cuya presidente todos los días se empeña en declarar ante el mundo su relación incondicional con Venezuela y su sugestivo silencio acerca de los procesos represivos internos.

Por la positiva, habría que señalar el reconocimiento de Obama al proceso de paz en Colombia, una tarea complicada, cargada de incertidumbres, pero al mismo tiempo con algunos logros interesantes en un país que padece el azote de la guerrilla desde hace décadas, azote que se multiplica por la presencia del narcotráfico, recurso económico del que la guerrilla se valió para financiar sus actividades.

Más allá de cada situación en particular, lo importante es que en América Latina parece extenderse el consenso de que Estados Unidos importa ya no como gendarme o titular de la política del garrote, sino por sus inversiones en un mundo donde la panacea de las economías asiáticas parece haber alcanzado su límite. Del repudio a los capitales extranjeros y a las multinacionales se está girando hacia una actitud madura respecto del rol de las inversiones extranjeras y las funciones políticas del Estado para orientarlas a favor del desarrollo, una estrategia que cinco décadas atrás encontró en el presidente Arturo Frondizi un pionero solitario e incomprendido.

Como el mundo de las relaciones internacionales no se manifiesta a través de la inocencia, no está nunca de más advertir sobre las tentaciones imperiales de una gran potencia, tema que los presidentes reformistas de América Latina nunca desconocieron. Los recelos y las precauciones mientras no sean obsesivas nunca están de más, pero como muy bien lo señalara Obama en sus intervenciones, el recurso de responsabilizar a Estados Unidos de todas las desgracias de su “patio trasero” puede ayudar a políticos astutos y demagógicos a rehuir sus responsabilidades internas, pero esas tretas no alcanzan para resolver los grandes dilemas que se le plantean al continente en materia de desarrollo, extensión de derechos y achicamiento de las desigualdades. Algo parecido dijo en su momento el presidente de Costa Rica, un abierto reproche a políticos oportunistas que se valen de estos recursos para justificar sus ineptitudes, cuando no, sus corruptelas.

Como no podía ser de otra manera, también estuvieron presentes en la Cumbre los discursos del pasado. Los ataques indiscriminados a los Estados Unidos, los reproches a políticas implementadas en la primera mitad del siglo XX y durante la impiadosa Guerra Fría. En esa discursividad retórica, anacrónica y de alguna manera superficial, se destacó en un primer plano nuestra presidente, siempre deseosa de ganar titulares en los diarios con sus recursos habituales: impuntualidad, vestuario caro y discursos de un deshilachado anacronismo, que en su caso se agotan en el verbalismo estéril, ya que ni ella ni su marido tienen nada que ver con las luchas antiimperialistas que equivocados o no movilizaron en su momento a políticos y militantes a lo largo del sigo XX.

La Cumbre de Panamá ha terminado y cada país ahora deberá decidir los caminos a emprender hacia el futuro. Los encuentros internacionales reflejan en un momento preciso las contradicciones vigentes, lo que ha sido superado por la historia y lo que se insinúa como nuevas alternativas, sobre todo en relación a estos dos interrogantes centrales: hacia dónde marcha el mundo y qué lugar le corresponde a cada nación en ese nuevo orden que intenta forjarse.

por Rogelio Alaniz

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