Crónicas de fronteras

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Cacique Vicente Pincen, dibujo de Roberto Capdevila.

 

Por César Celis

En Crónicas de fronteras, el historiador santafesino Roberto E. Landaburu presenta veintiséis crónicas que en conjunto ofrecen un vívido panorama de lo que fue la vida en los límites con “los desiertos”: los conflictos con los indios, la justicia fortinera, los malones, la milicia... Una vida desgraciada y a menudo trágica, una gesta de amplia repercusión para la conformación del país que hoy solemos habitar (y dilapidar) sin conciencia de los esfuerzos y sufrimientos que lo cimentaron.

Basándose en partes militares, sumarios y archivos, Landaburu cuenta la existencia en los fortines que tuvieron como epicentros el sur de Santa Fe, norte de Buenos Aires y sur de Córdoba.

Se nos narra así los habituales castigos de azotes que dictaba una justicia expedita; el visteo o juego de cuchillos; los nada raros casos de los espías que jugaban a favor de los indios o de las milicias de la frontera; la andariega vida de “los chasques”, experimentados hombres a caballo que servían de comunicación en aquellos años de 1840; los casos del niño santafesino Manuel Boneo, raptado por un malón, y de Micaela Correa, cautiva santafesina en el malón que en 1872 llegó a las puertas misma de Rosario; los asesinatos del manso pulpero Eusebio Ignis en San Nicólas de los Arroyos en 1838, el de un vasco pulpero en 1883 y varios otros.

Se nos cuentan curiosidades como que en 1881 se prohibieron las boleadas en el sur santafesino. “Las boleadas de animales en la pampa, ocurrieron durante mucho tiempo, pero no sólo como una práctica y diversión del gauchaje, sino también verdaderos emprendimientos comerciales, porque de ellas vivían muchos paisanos y avispados pulperos de antaño. Después acopiaban las valiosas plumas de los ñandúes, cueros y carnes”.

En los fortines solía practicarse la boleada, como entretenimiento o como forma de “hacerse de unos pesos”, y no pocas veces, dedicados a esas correrías, los milicos fueron sorprendidos y vencidos por los indios. En septiembre de 1878, en el último malón registrado en el extremo sur de Santa Fe, una partida de indios sorprendió en lo que eran las ruinas del Fortín Las Tunas, a una numerosa partida de soldados que andaban boleando animales. En 1881 se ordena “desde la Gobernación de Santa Fe, la prohibición absoluta de las boleadas”.

Otra crónica registra un caso sucedido en 1866, en circunstancias de un malón en el paraje El Quirquincho, en el sur santafesino. “Un soldado tomado prisionero por los indios en la entrada de un malón es obligado a degollar a su amigo y compañero de armas”. Fue en las cercanías del Fortín Loreto -actual Maggiolo- cuando unos milicianos se encontraban juntando leña y huevos de ñandú. Fueron sorprendido por un malón que los tomó prisioneros. Un teniente y un soldado fueron desnudados y muertos a lanzazos de inmediato. El cabo Juan Bautista Godoy y el soldado Genaro Preyra, que simularon colaborar fueron llevados con los indios. El cabo Godoy lograría escapar más tarde y contaría que al día siguiente de haber sido raptado, “como a las nueve de la mañana ataron de la mano al soldado Genaro Pereyra y con el mismo declarante lo icieron degollar -¡degollando amigo!- y de miedo que con él también lo icieran se encontró en el duro compromiso de ejecutar la orden...”.

Estas crónicas de Landaburu, que acaba de publicar Letemendia, se complementan con expresivas viñetas, y dibujos de Roberto O. Capdevila.

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Cacique Marino Rosas, dibujo de Roberto Capdevila.