De “El ojo de Celan”

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Paul Celan. Foto: Archivo El Litoral

 

POR Susana Szwarc

La poeta chaqueña (residente en Buenos Aires) Susana Szwarc se destaca con una luz especial en el confuso (en sus celebridades, anodino) paisaje de la poesía argentina actual. En su último libro, “El ojo de Celan”, que acaba de publicar la editorial Alción, su especial equilibro entre narración y lírica parecen centrarse alrededor de los términos que conforman el título: ojos vidriosos o derretidos (“Alzo los ojos / no veo a Dios / pero veo la lluvia”, reza en un “Salmo”) y Paul Celan, el poeta que escribía: “En la fuente de tus ojos / viven las redes de los pescadores de la mar del extravío. / En la fuente de tus ojos / el mar cumple su promesa. / ... / En la fuente de tus ojos / desvarar suelo y sueño un rapto. / ... / En la fuente de tus ojos / un ahorcado estrangula la soga”. Y que escribió también: “¿Quién dice que se nos murió todo cuando se nos quebraron los ojos? Todo despertó, todo comenzó”.

Grisines

¿El vidrio de los anteojos se habría

empañado si no estuviera así, lejos

de una cara?

Me desenlazo en la madrugada.

Un cuerpo, ni propio ni ajeno, deambula

por la esfera o por la casa.

Ahora, seco el vidrio, un verde resalta

sobre el mármol: ¿espejea a mis ojos

un efecto de error, de amor, sobre las cosas

del mundo?

En la trasnoche el hambre nos pertenece.

Muerdo los grisines que criquean como hojas

de este otoño. Ah!, las voces de los vecinos.

Refriegan sus manos, trancan

puertas.

Tiemblo.

Temo que este cric crac te quite el sueño.

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Ir y venid

Viene el hombre que me trae la comida

(me gusta pedirla, me gusta abrir el papel

en que la envuelven y dejarla enfriar.

Es otra mujer la que cocina y dos hombres

la reparten por las casas).

Pero este sábado

él me pregunta: ¿qué hacés en tus clases?,

quiero leer poesía de ahora y no entiendo,

me dice.

Entonces lo hago pasar.

Busco los anteojos, busco el cenicero,

y abro a Juárroz primero

y abro a Gianuzzi después.

Me gusta abrirlos así, al azar, en alguna página,

ver cómo saltan las letras.

Café y manzanas leo, mientras la comida

que me trajo este hombre

se enfría más sobre la mesa.

Nos enredamos en esa música ajena

que se nos hace propia y los ojos

del hombre que me trae la comida

se llenan de lágrimas. Entiendo, me dice,

eso que no entiendo.

¡Y Borges? Pregunta, ¿creés que podré

con él? Le acerco un pañuelo

de papel y se seca las lágrimas.

Antes de irse él vuelve a preguntar: ¿entonces

me hicieron creer que no entiendo?

No entendemos

y ni falta que nos hace. Basta con llevar

esas frases a la boca.

El hombre que me trae la comida se va.

Y yo saboreo lenta los trocitos.