Malaparte y el caso Matteotti
Por Maurizio Serra (*)
Por su resonancia puede considerarse el caso Dreyfus del fascismo. Estalla cuando acaban de celebrarse las elecciones del 6 de abril de 1924, obra maestra táctica del Duce. Ha llevado a la victoria a la “lista nacional”, una gran coalición de las diversas derechas en la que los fascistas son aún minoritarios pero controlan todos los puestos clave. Pero entonces aparece un diputado socialista de Venecia, Giacomo Matteotti, pacifista humanitario, y por eso mismo doblemente odiado por las escuadras negras, que aporta minuciosamente pruebas del fraude electoral y de las malversaciones del fascismo y del aparato policial, que implican hasta al mismísimo ministro del Interior. Pruebas que presenta el 30 de mayo de 1924 ante un Parlamento repleto y un Mussolini inmóvil, blanco de rabia, firmando así su sentencia de muerte. Lo que pasa inmediatamente después ha producido una vasta literatura, que no deja de alimentarse con nuevas revelaciones. Una cosa es segura: Matteotti es secuestrado por cinco matones fascistas en la puerta de su casa romana de Lungotevere el 10 de junio hacia las cuatro y media de la tarde, asesinado a porrazos y cuchilladas, y su cadáver no aparece hasta mediados de agosto en el campo, descompuesto. ¿Ha dado Mussolini personalmente la orden de eliminarlo, o se ha limitado a dar a entender a sus colaboradores que había que pararle los pies? ¿Fue una “simple” agresión de squadristas que resultó mal, o una ejecución en toda regla? No se ha encontrado ninguna orden por el estilo, pero eso poco importa, teniendo manos libres como tiene la “checa fascista”, grupo organizado y financiado por Giovanni Marinelli, administrador del partido, y dirigido por un camorrista, Amerigo Dumini, que depende del secretario particular de Mussolini, Cesare Rossi. El nombre siniestro de esa banda de maleantes viene del de la primera policía secreta bolchevique, correa de transmisión del terror rojo. La indignación pública es enorme: incluso los moderados de la “lista nacional” se distancian de Mussolini. Bien está que las escuadras den un repaso a alguno que otro obrero o jornalero en huelga, pero asesinar así a un diputado honrado y respetado por todos no puede (todavía) tolerarse. ¿Qué hará el rey, que, como es sabido, se fía muy poco de su jefe de gobierno? Se abre una investigación, que no tarda en descubrir a los asesinos y que rápidamente conduce a los instigadores, en la antesala del Duce. Mussolini está a punto de derrumbarse. Se dice que tiene un revólver a mano para saltarse la tapa de los sesos cuando los carabineros vayan a detenerlo.
¿Qué papel ha desempeñado Curzio en este innoble asunto? Uno nada, nada lucido. Para empezar, por sus amistades: conoce bien a Dumini, alias Dumini Nueve Homicidios, o el Sicario del Duce, aunque él lo niegue. ¡Si hasta fue su padrino en un duelo! Es un mozarrón de cara marcada, hombros anchos y ojillos claros y crueles de asesino, de madre inglesa, nacido y formado en Estados Unidos, que se descubrió una vocación nacional en la guerra e inmediatamente después fue uno de los más feroces organizadores de las escuadras negras. Curzio y él proceden de la misma reserva del extremismo florentino, donde se conocieron. Siendo el dirigente de los sindicatos fascistas de Florencia, difícil es no cruzarse con Dumini, claro. Pero de ahí a hacerse amigo, hay mucho trecho. Pero es que Malaparte no sólo se siente atraído por la sangre, como él mismo admite, desde el día de su niñez en que “me hice un corte profundo en la palma de la mano y al ver mi sangre sentí un horror mezclado de asombro de dicha”; también se siente innegablemente atraído por los tipos duros, y más que duros. La lamentable tendencia de algunos intelectuales deseosos de virilidad a juntarse con la canalla es conocida. Drieu, que padecía la misma atracción, dio una interpretación casi psicoanalítica en Los perros de paja y Diario de un exquisito.
(*) En “Malaparte. Vidas y leyendas”. Tusquets Editores. Buenos Aires, 2013.




