Digo yo

La Ucra

La Ucra
 

Natalia Pandolfo

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La Ucra empezó su vida dos veces. La primera fue en Mariúpol, una ciudad al sureste de Ucrania, hace 18 años. La segunda, en Santa Fe, hace cinco.

Hay guerra civil en la ciudad en la que la Ucra nació. Pero eso no es más que una triste casualidad: en realidad, ella llegó a estas pampas por amor.

Por el amor de su mamá, Marina Anoshkina, que se enamoró vía Internet de un argentino y decidió jugárselo todo. Todo: familia, vivienda, ambiente, costumbres. Su historia.

—Nos vamos a vivir a América -le dijo un día Marina a su hija adolescente. Victoria Slatina tenía allá las cosas que sostienen a un chico en cualquier lugar del mundo -sus amigos su rutina su escuela sus primos su abuela sus lugares su idioma sus aromas su parque-. Cada una de esas palabras, con su peso trascendental. De su papá no tenía mayores datos, sólo que se encuentra actualmente en Portugal. Sí, mantenía relación con la familia paterna.

La noticia la quebró. “Yo no me quería venir, no quería saber nada”, dice hoy, como quien pispea una historia ajena. Se ríe, toma mate, alza los hombros, cuenta que le gusta vivir en el centro y que Santa Fe le parece una ciudad bonita.

El principio fue empinado: una rubia europea de ojos claros y cuerpo esbelto en el contexto de una escuela pública argenta no sonaba como una idea muy afinada. Ella se resistía a estudiar el idioma: una manera de gritar lo que le estaba pasando, su desgarro por los 14 mil kilómetros que la separaban de su planeta.

“Mi papá -su papá argentino- sabe algo de ruso, porque mi mamá le fue enseñando. Entonces, él se encargó de que yo aprendiera a hablar. Tuvo mucha paciencia conmigo. Después tuve que ir a la escuela, y ahí no me quedó otra que entender”, se ríe.

En las aulas, entre los chicos, Victoria empezó a ser la Ucra. “Mi frase de cabecera esos días era: no entiendo. No podía hablar, no me salía lo que quería decir”, admite.

Los profes y compañeros asumieron el desafío: le modulaban las palabras, repetían, buscaban maneras. Ella quería, sobre todas las cosas, valerse por sí misma. Pero a veces, al llegar a casa, revisaba las carpetas y no entendía un grafismo.

“Primero y segundo año fueron duros. Había algunas situaciones que yo vivía como discriminación. Después, cuando empecé tercero, ya me sentí mejor”, cuenta. Costumbres mínimas: allá, al ingresar a una casa, sea la tuya o no, tenés que ponerte pantuflas. Hábitos del cuerpo: la temperatura allá puede llegar a 15 bajo cero; aquí, a 50 sobre. Patinar sobre nieve versus correr en la costanera. Volver del boliche a las dos versus irse al boliche a las dos. Convivir con personas que trabajan y viven en casas versus encontrarse con una persona que duerme en la calle. Seres distantes versus desconocidos que te dan un abrazo y te invitan al próximo asado.

La Ucra pudo armar aquí un grupo de amigos, de esos que quedan en pie a pesar de los temporales, y se convirtió con el tiempo en Ucrita para todos y todas. Pasó los días de la secundaria tocando el piano, dibujando mandalas y tomando mates con los chicos.

La despedida de la escuela llegó casi sin pensarlo, y con un premio bajo el brazo: la rubia fue elegida para portar la bandera argentina. Su libreta de calificaciones era el sueño de cualquier padre. “Fue raro. Cuando me dieron la bandera sentí escalofríos; tenía que cantar el himno frente a todos, fue muy fuerte. Mi mamá filmaba y lloraba”, cuenta.

Hoy conserva su acento, pero usa un vocabulario generoso y entiende cuando uno habla sin necesidad de que le apliquen delay. Estudia primer año de Medicina en la UNL, está fascinada con la carrera y con el hecho de que acá se pueda estudiar gratis: un pequeño gran tesoro que no piensa desaprovechar.

Está convencida de que su futuro llegará vestido con una chaqueta de Médicos Sin Fronteras o símil. “No me imagino en un consultorio. Quiero andar por el mundo, donde más me necesiten. Allá, en mi tierra están en guerra, eso me duele mucho. Me gustaría poder hacer algo”, dice.

La Ucra sigue las noticias de su país por Internet y por las reseñas de la abuela, vía Skype. “Mi ciudad está en pleno conflicto. Hay muchos barrios y pueblos cercanos destruidos. Es una zona de puertos y fábricas metalúrgicas -cuenta, y su mirada se ensombrece-. Si estuviera recibida, podría estar allá ayudando”.

Su mamá es ama de casa; su papá argentino, ingeniero mecánico. “Mi mamá está contenta, está con el amor de su vida”, dice ella, y sus ojos recuperan el transparente natural. Tiene una hermanita de tres años, fruto de aquella historia de película. Se llama Mila Zlata: un himno a la mixtura.

La nena ya aprendió a hablar ruso: ella sabe que en casa, cuando no hay nadie, su madre y su hermana mayor andan por los rincones bordando complicidades en su lengua natal.