La vuelta al mundo

Waterloo, dos siglos después

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“Napoleón en Fontainbleau”, de Paul Delaroche.

 

Por Rogelio Alaniz

El pasado 18 de junio se cumplieron doscientos años de la batalla de Waterloo, el combate que concluyó con la derrota de Napoleón y el fin de un ciclo histórico que lo tuvo a él como destacado protagonista. La batalla en realidad se inició dos días antes a través de las diferentes refriegas militares sostenidas por los mariscales de Napoleón. Estos enfrentamientos preparatorios en Ligny, Quatre Bras, Charleoi y Wavre podrían muy bien compararse con las movidas de las piezas de ajedrez orientadas a preparar las condiciones para la batalla final.

Al ejército de Napoleón, integrado por alrededor de 120.000 hombres, se le opusieron los ejércitos de la denominada Séptima Coalición, organizada desde la Conferencia de Viena cuando los caballeros de la Santa Alianza tomaron conocimiento de que Napoleón había regresado a Francia, acompañado por un puñado de incondicionales, quienes en un recorrido calificado como glorioso, fue ganando la voluntad de las tropas y la oficialidad que esa nulidad monárquica, que fue el rey Luis XVIII, enviaba para combatirlo.

Es que para bien o para mal, el pueblo de Francia seguía amando a su carismático emperador. Su retorno significaba para oficiales y soldados la posibilidad de reiniciar las grandes campañas militares en las que una Francia gloriosa conquistaba territorios, dominaba ciudades y naciones con los estandartes de los regimientos, las marchas militares y la bandera de los Derechos del Hombre y el Ciudadano consagrada por la gloriosa Revolución Francesa.

El 13 de marzo, la Conferencia de Viena declaró a Napoleón enemigo de Europa y encomendó organizar las tropas a Arthur Wallesley, duque de Wellington, un héroe militar de las guerras en España y al jefe prusiano Gebhard Leberecht von Blucher, un mariscal cuyos setenta y dos años no le impedían montar a caballo como un joven jinete e involucrarse en el combate como un soldado más.

Napoleón por supuesto nunca dejó de subestimar a Wellington y von Blucher. “Fuera de la guerra no tienen dos ideas en la cabeza”, dijo de ellos antes de iniciarse el combate, el hombre que supo despertar la admiración de Goethe, Stendhal, Chateaubriand, entre tantos. Lo mismo no pensaba Wellington de Napoleón. Para este valeroso jefe militar, duro e irónico como un inglés, el Corso era un enemigo temible y un jefe militar admirable. “Sólo su sombrero en el campo de batalla tiene la fuerza de cuarenta mil hombres”. Exageraba, pero no mucho.

La batalla de Waterloo se transformó con los años en el símbolo de la derrota napoleónica, pero también en el paradigma de una batalla que sus movimientos y peripecias tácticas hasta el día de hoy se estudian en las academias militares. Un Napoleón disminuido por los achaques de la salud y sin la presencia de sus principales mariscales, libra una batalla donde el resplandor de su genio brilla en algunos momentos clave, pero no alcanza para lograr la victoria. Malentendidos, errores de comunicación, imprevisión y torpeza de algunos de sus mariscales se conjugaron para precipitar la derrota.

No se equivocan algunos historiadores cuando aseguran que Napoleón perdió más por los errores de sus colaboradores y los suyos propios que por los aciertos de sus enemigos. De todos modos, desde una perspectiva más histórica está claro que el ciclo de Napoleón estaba agotado y sus posibilidades políticas de sostenerse, más allá de las alternativas militares, eran mínimas, por no decir nulas.

Apenas llegó a París y se hizo cargo del gobierno mientras Luis XVIII escapaba como una rata, Napoleón intentó iniciar tratativas de paz con sus empecinados enemigos. Todo en vano. Los monarcas, aristócratas y políticos de Viena no querían saber nada con un Napoleón otra vez instalado en el corazón de Europa. Cerrada la alternativa pacífica, Napoleón se preparó para hacer lo que mejor sabía hacer, es decir, la guerra. Soldados y oficiales no le faltaban. Tampoco audacia.

De un primer golpe de vista comprendió que la única posibilidad que tenía para derrotar a sus enemigos conjurados era atacarlos lo más rápido posible. Para los primeros días de junio sus tropas cruzaban la frontera de Bélgica y apuntaban en dirección a Bruselas. Sus confidentes le habían informado de las tortuosas rivalidades entre ingleses y prusianos. Allí estaba la posibilidad real de la victoria: atizar esas diferencias políticas y enfrentarlos por separado. No era la primera vez que lo hacía.

En este punto, separar las tropas inglesas de las prusianas, residía la clave de la victoria. Lamentablemente para él, no pudo hacerlo. Napoleón perdió en Waterloo por varios motivos, pero la causa principal fue la ¿imprevista? llegada de las tropas prusianas de Blucher, quienes decidieron la batalla cuando su resultado todavía era incierto.

Lo curioso es que los franceses tuvieron la oportunidad de liquidar un día antes a los prusianos. Los derrotaron en Ligny, pero en lugar de perseguirlos para impedir que se reagrupen prefirieron privilegiar otros objetivos. El error fue del mariscal Ney, pero también del propio Napoleón, quien consideró que después de Ligny los prusianos estaban fuera de combate.

La batalla de las batallas se inició el 18 de junio, alrededor de las once y media de la mañana. La noche anterior había llovido, lo cual perjudicaba el desplazamiento de las baterías y las tropas. Sin embargo, a pesar de los contratiempos de la naturaleza y de los problemas de comunicación, Napoleón estuvo confiado en la victoria casi hasta el final, hasta el momento en que su aguerrida e invencible Guardia Imperial fue destrozada por las tropas inglesas y las persecuciones de los despiadados jinetes prusianos.

Tan confiado estaba Napoleón en la victoria, que alrededor de las cuatro de la tarde envió unos chasques a París con el mensaje de que los aliados habían sido derrotados. Error. Y el principal error fue el de subestimar a enemigos que supieron utilizar con singular astucia los declives del terreno y los pastizales de las laderas.

Waterloo es una pequeña aldea ubicada a quince kilómetros de Bruselas. En realidad la batalla se libró en las tierras de Mont Saint Jean, un territorio con lomadas y hondonadas, con un castillo levantado en las alturas y numerosas granjas, territorios en donde los hombres se mataron sin dar ni pedir cuartel. Blucher propuso en su momento que a la batalla se la designara con el nombre de Belle Alliance, pero Wellington impuso el nombre de Waterloo, la aldea donde curiosamente no se disparó un tiro ni hubo un muerto, pero que exhibía un nombre que sedujo al duque.

Alrededor de las ocho de la noche la batalla estaba decidida. Las tropas francesas huían en estampida. Desarticulados los mandos, los ejércitos quedan librados al azar y al miedo, incluso los ejércitos de Napoleón. Alrededor de las nueve de la noche, Wellington y Blucher escribieron el parte de victoria en Belle Alliance, la vieja taberna constituida en el cuartel general de Napoleón.

El Corso regresó a París dos días después y abdicó a favor de su hijo. Tiempo perdido. El 1º de julio von Blucher entraba a la capital francesa y para la segunda semana de julio, Napoleón se rinde. Su objetivo era trasladarse a los Estados Unidos, pero antes fue detenido por los ingleses. El 26 de julio parte la nave con su preso de oro rumbo a Santa Elena. Seis años vivirá en esa isla acompañado por un puñado de hombres que le siguieron rindiendo honores de emperador hasta el último día de su vida. Murió el 5 de mayo de 1821. Dijeron que lo liquidó el cáncer, pero otros aseguran que fue envenenado.

En Waterloo murieron alrededor de sesenta mil hombres. El campo de batalla estuvo sembrado de cadáveres hasta muchos días después de que sonara la última descarga del cañón. La misma noche de la victoria, un melancólico Wellington paseaba a caballo por las colinas de Mont Saint Jean contemplado el escenario de muerte que se desplegaba ante sus ojos. Tal vez en ese momento o tal vez en otro, pero inspirado por ese espectáculo macabro, fue que pronunció aquella frase que quedó para la historia: “Salvo una batalla perdida, no hay nada más deprimente que una batalla ganada”.