Editorial

  • Pareciera imposible hacer una síntesis madura. Todo es blanco o negro, “con nosotros o contra nosotros”, como si la compleja realidad y la huidiza verdad pudieran encapsularse en una fórmula o modelo.

La Argentina que nunca aprende

La Argentina es un país extraño, anómalo, anómico, indescifrable para propios y extraños. Emergió en la segunda década del siglo XIX, enancada en el doble proceso de la independencia de España y de las guerras civiles acicateadas por distintas ideas e intereses respecto del modo de organizar el Estado por nacer. Así, centralistas y autonomistas, unitarios y federales, porteños y provincianos, padentranos y pajueranos, se acumularon como expresiones que definían fuerzas opuestas en el vasto campo de un país que quería ser. Y este intríngulis, con sus variantes modernas, subyace a la actual escena nacional.

Desde la sanción de la Constitución Nacional, en 1853, y su perfeccionamiento con la reincorporación de la secesionada provincia de Buenos Aires mediante la reforma constitucional de 1860, la Argentina ingresó en un proceso de desarrollo que, con imperfecciones, violencias y algunos levantamientos armados, se extendió empero hasta 1930, componiendo el ciclo de mayor crecimiento y estabilidad en la historia de nuestro país.

Interrumpida la continuidad institucional, los viejos fantasmas reaparecieron en la vida nacional con sus viejas cuitas y resentimientos. Hasta hoy, donde de la mano de historiadores revisionistas afines al kirchnerismo, figuras como Dorrego y Rosas -entre otros actores políticos menos notorios- vuelven del pasado para recargar odios y desencuentros. Parecería que en la Argentina es imposible hacer una síntesis madura. Todo es blanco o negro, “con nosotros o contra nosotros”, como si la compleja realidad y la huidiza verdad pudieran encapsularse en una fórmula o modelo. Semejante antagonismo nos devuelve a la infancia del país, al tiempo fabuloso de los héroes, a leyendas y mitologías en los que la figura excluyente del jefe concentraba el poder y estrujaba los márgenes de libertad de la población en el círculo de hierro de una voluntad omnímoda.

En el actual período, la Argentina vuelve a estar partida, y las energías puestas para atacar y resistir devoran las fuerzas necesarias para desarrollarnos. El falso planteo de la inconciabilidad de los opuestos nos condena a la desunión y la violencia, y al desperdicio de gran parte del capital cultural, intelectual y laboral de nuestra sociedad.

En este supuesto, el país está inexorablemente destinado a una lucha que sólo deje en pie una concepción política encarnada en un sector: el nacional y popular. Como en la revolución cultural de Mao Tse Tung, los enemigos deben ser anulados, eliminados, sometidos, reeducados, sin que importen los costos -la disolución familiar, el sufrimiento, las hambrunas, la indignidad, la muerte-, cuestiones menores, al fin y al cabo, si se contrastan con las grandes metas de construir la Patria y hacer la revolución.

De nada parecen servir los numerosos ejemplos que ofrece la historia sobre los resultados efectivos de tales concepciones. China se abrió hace décadas a la inversión extranjera, dejó atrás a Mao -aunque venera su cuerpo momificado en la plaza de Tian An Men-, crece a tasas exhuberantes y hoy disputa el liderazgo mundial. Entre tanto, a menor escala, muchos de los tigres asiáticos dejaron atrás sus regímenes políticos comunistas y sus economías evolucionan a pasmosas velocidades. Por su parte, en Europa, después de tres guerras feroces entre finales del siglo XIX y mediados del XX, Francia y Alemania se han convertido en los socios y pilares principales de la Unión Europea. Todos han vencido al odio y a la antigua fórmula del ojo por ojo para dar curso a la racionalidad moderna y aprovechar los frutos del entendimiento y la cooperación. Algo deberíamos aprender de ese cúmulo de experiencias, acrecido en estos días por el diálogo entre Cuba y los Estados Unidos de Norteamérica.

El falso planteo de la inconciabilidad de los opuestos, nos condena a la desunión y la violencia.