A propósito del fin de la fotografía

Oxígeno digital

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Julia M. Cameron,

“Retrato de Julia Jackson” (1867).

 

Por Miguel Grattier

La intuición de una certeza anima a esta nota. El eje en torno al que gira la idea es que la fotografía definió prácticamente sus posibilidades apenas comenzó a andar, durante el último cuarto del siglo XIX y primeras décadas del XX. El retrato sería el testigo privilegiado de su viaje, ya que en sus primeras obras se definió inmutable al progreso tecnológico, a pesar del origen industrial del soporte. Nadar, Julia M. Cameron o Lewis Carroll, entre otros, percibieron con una suerte de conciencia primitiva y lúcida a la vez que el nuevo medio se abría hacia un horizonte desconocido, y se dedicaron a trazar sus pertinencias, a desligarlo de su parentesco con la pintura o el teatro. Enfrentaron limitaciones mecánicas para controlar y doblegar el devenir; diseñaron estudios para optimizar la luz natural, y complicadas estructuras de escenificación, corsets y arneses para inmovilizar al sujeto a fin de que la imagen análoga no resultara defectuosa; era la primera virtud en que se afirmaba la fotografía: devolver una imagen del original más fiel que la del retrato pictórico. La cómoda distancia a la que nos situamos hoy nos permite advertir que ese proceso fue mucho más complejo que una sustitución, y que lo fue en ambos sentidos: la fotografía se afirmó en el dominio temporal, y no en el espacial (dominio por excelencia de la pintura, apolínea por definición); y por su parte la pintura daba claras señales de abandono del servicio a la mímesis (las atmósferas de Turner son un ejemplo). ¿Por qué el retrato? Éste es sólo una ocasión de la fotografía, pero nos permite indagar en el ancho y la profundidad de sus límites. La ocasión se presenta al fotógrafo de la misma manera que al pintor, que dispone el espacio para someter el tiempo a su arbitrio. ¿En qué difiere para el fotógrafo? Cartier Bressón lo explicó sencillamente: “Nada hay más fugaz sobre la faz de la Tierra que la expresión de un rostro”. Debido a esta incertidumbre ante el devenir, el retrato y toda fotografía esencial juega la partida del tiempo y no la del espacio. El retrato es un pacto tácito; para celebrarlo se prepara el lugar como un campo de maniobras en el que todo se instrumenta para asegurar la pose. Sin pose no hay retrato; la pose es el laberinto que el fotógrafo remonta hacia su centro, donde se oculta o protege la hebra de humanidad que persigue. El retrato que nos trae es el viaje de retorno, es la revelación del aire singular, irrepetible, de una persona; la pose es una summa cultural; el oficio y arte del fotógrafo aparecerá según atienda o contraríe cada indicación de ella, según rescate lo que queda de la pose cuando todas las máscaras cayeron. Parados en el presente resulta sencillo acomodar ahora en el plano visual lo que hace más de 150 años implicó una colosal obra de despojamiento de preconceptos que los primeros fotógrafos practicaron para que la fotografía apareciera en su dimensión. Dos retratos que hizo Julia M. Cameron a su sobrina Julia Jackson, en situaciones diferentes (frente a la cámara, y frente a la sociedad), evidencian los resortes materiales, técnicos y formales que pone en juego la fotografía para darse su lugar. Pero no nos engañemos, la serenidad clásica que emana de los retratos de Cameron, deviene del ajuste obsesivo de una estructura nerviosa para la que ha debido doblegar las limitaciones de los materiales disponibles, y aún más, los prejuicios de la sociedad a la que pertenecía en una clase consolidada. En el retrato en que Julia Jackson nos mira de manera frontal, la vemos íntima de vestimenta, con una frondosa cabellera suelta, despojada de atuendos enaltecedores y sobre fondo oscuro, iluminada con una luz lateral suficiente para que la toma cumpla su finalidad y deje ver su rostro y su mirada. Es la fotografía de una mujer en plena juventud, en las inminencias del desposamiento. Importan aquí las decisiones adoptadas para que la imagen aparezca libre de esteticismo. Frontal y directa, nos exige que miremos a los ojos, que vayamos al encuentro de esa otra mirada donde ha sucedido la fotografía. Desde entonces el retrato no varió estructural y formalmente. Acompañará el progreso técnico pero jamás abandonará su centro de gravitación inicial. Pero aún más, el arte de Cameron ostenta su maestría cuando aborda las convenciones, gustos, prejuicios, y la moda de su época, sin renunciar a la austeridad. Entonces celebrará el retrato con sus mejores galas. En la segunda fotografía vemos a Julia Jackson, pero como Mrs. Herbert Duckworth: lleva el peinado recogido en un rodete casto, ya no mira a cámara y al darnos su perfil se expone al otro; posa con su busto de manera frontal y un vestido cerrado hasta el cuello; los hombros altivos, mira delicadamente hacia el costado por donde ingresa una luz cenital-lateral que bordea la figura con línea caligráfica y construye un perfil heráldico afirmado en el mentón y el cuello; la vestimenta, ornamentos y rodete, acuerdan con la tradición religiosa occidental respecto de la discreción como virtud y fundamento de la belleza femenina, en palabras del Quijote “No puede haber gracia donde no hay discreción”. Este retrato confirma que toda obra de arte muestra en su estructura el proceso de su configuración, y exhibe la posibilidad fotográfica en lo que muestra y en lo que oculta: una imagen se define cuando se nos hace presente; luego nos indica cómo debe ser mirada. Ligeramente es el recorrido practicado en el retrato de Julia Duckworth. Pero sería ingenuo creer ante un retrato de la Inglaterra Victoriana que lo que se ve es lo que muestra. Aquí radica la complejidad de las imágenes, y en particular de la fotografía por su condición analógica, esto es: la luz que emite un sujeto ante la cámara se graba en un material sensible, esa inscripción es una herida en la emulsión virgen, es oxidación o envejecimiento de los haluros de plata, polvo de plata quemada por la luz; desde este momento la imagen posee un vínculo genético de por vida con su soporte, y la fotografía permanecerá mientras el film se preserve. Tarde o temprano la disgregación del film se llevará la fotografía, aunque por otros medios se pueda preservar la imagen. La fotografía es analógica, no puede ser otra cosa, pero analógico no significa copia fiel. Este retrato se presenta como una imagen aparentemente sencilla y convencional, en la que vemos una mujer de época. Sin embargo la sostiene un vasto complejo técnico-cultural para que nos quedemos con una imagen de Mrs. Herbert Duckworth, es decir, con la imagen de Julia Jackson en el rol de esposa y dama de sociedad. Es el ícono de un orden social que impone y presume una escala de valores en la que se entroniza el criterio de belleza que esa cultura ha forjado a su semejanza. La mirada al costado ligeramente entornada suaviza y languidece la rigidez de la composición, y al situar la mejilla en su centro la piel adquiere un sugestivo protagonismo, que se va atenuando con la luz desde el cuello hacia el busto, desapareciendo en este punto limitado por el rígido marco que forma el escote. Simplemente, la imagen de la señora es pasiva, es una concesión, pero ubica al observador como sujeto activo. Apelando a una licencia podemos proyectar desde esta imagen un paralelo sobre cómo funcionan las convenciones sociales de persuasión bajo el imperio de las formas, aquí la discreción como valor y máscara de la belleza es una sutil invitación a quedarse. Obviamente la estructura que subyace a la imagen es suficientemente dinámica como para generar un observador activo. Y la exigencia construye al observador. Como los silencios en la poesía y la música contemporáneas, lo que se evita mostrar, lo que se oculta, en la fotografía opera dionisíacamente desde los márgenes y sombras. El plano visual es sólo el umbral, una tentación: el arte habla a quien escucha y es mudo para quien es sordo. La fotografía es la confirmación de una verdad que ha sido, lo que toca su mirada es condenado al instante siguiente a un pasado remoto, y desde allí nos devuelve una luz que aletea en los bordes del olvido, es un eco, el murmullo de una voz que sostiene un diálogo íntimo con la muerte, tal como se erige una elegía, y esto también es una definición de la fotografía. El retrato de Mrs. Herbert Duckworth no es una foto más de Julia Jackson, es el ícono de una época socialmente compleja, intelectualmente inquieta, culturalmente sofisticada. De esta manera Cameron revela las formas entre las que transcurre su época, y configura el estilo. Con el estilo afirma la época ante el paso del tiempo, y deviene clásica. Luego, el problema del arte no es la época, sino el tiempo. Un texto imprescindible sobre estos temas debemos a Raúl Beceyro y a su libro Ensayos sobre la fotografía.

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Julia M. Cameron,

“Retrato de Mrs. Herbert Duckworth” (1867).

La tercera fotografía es obra de Richard Avedon, maestro indiscutido del retrato. En ésta una granjera mira de frente a cámara y data de la década del 80. Un siglo después de Julia Cameron, Avedon nos hace evidente que estructural y formalmente sus fotografías nada agregan a la labor de los fotógrafos nombrados del S XIX: sujeto frente a cámara, sin más ornamentos que su vestimenta, sobre un fondo neutro (hoy bajo una luz electrónica). Lo demás obrará la pose, la ropa, un rictus eventual en el rostro, la piel, la mirada. La sesión será un ida y vuelta de tensiones entre quien posa y enfrenta la cámara, y quien indaga detrás de ella. Hoy como al comienzo, el misterio es el de la mirada. La fotografía, digna exponente de los comienzos del fin de la Modernidad, llega a nosotros envuelta en un halo poshistórico en tanto el progreso tecnológico que está en su origen no compromete su esencia. Y desde entonces viaja en un mismo tren, sin equipaje. Cambia de butaca o vagón, se aggiorna a los vaivenes, pero continúa fiel a sí misma. Íntimamente no agotó sus recursos internos, como podría ser el caso de la pintura, y por lo tanto su fin no comporta una condición latente en su principio de desarrollo. Pero, tampoco escapa a la corrosión del tiempo. No se trata de que los haluros de plata se oxiden y las fotos se tornen sepia, que la emulsión envejezca, sino de que no sea requerida como una afirmación vital al tiempo que nos toca, ávido de novedad tecnológica. Esa novedad no pertenece al orden de la fotografía, ni tan siquiera al de la imagen digital que la emula, simplemente porque es una emulación. Parece ser que a partir de tal escena la idea del fin de un arte comienza a tener sustento, por lo pronto ante la crisis de una explicación en que la cultura humanista había cifrado su más alto destino, una explicación relativa a la grandeza de un arte y de una imagen del mundo a la que nuestra época vuelve la espalda asediada por su vértigo de inmediatez, y que se conecta, hedonista y solitaria, a la calma eléctrica de su placebo virtual, y respira, ansiosa, oxígeno digital.

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Richard Avedon.

“In the american west” (1980).