editorial

Los migrantes, en un mundo con pocas respuestas

  • A la hora de trasladarse masivamente, todos lo hacen con la ilusión de poder cambiar su situación y crearle mejores perspectivas a sus hijos.

Uno de los criterios sociológicos interesantes para evaluar las diferencias existentes entre sociedades que funcionan y sociedades condenadas al atraso y la pobreza, consiste en observar cómo se comportan los flujos migratorios, es decir, hacia dónde se dirigen los cientos de miles y millones de personas asediados por el hambre, la miseria y la falta de horizontes.

La respuesta a este interrogante es más que evidente: el traslado desde la pobreza a la prosperidad, está presente en la crónica cotidiana y su manifestación más visible se da con las masas que desde África y Asia se dirigen a Europa o las multitudes de mexicanos y centroamericanos que pugnan por ingresar de cualquier modo, incluso poniendo en riesgo sus vidas, a los Estados Unidos de Norteamérica.

Los ejemplos pueden ampliarse, pero en principio queda claro que ese “olfato” de los pobres obedece a una lógica de hierro, consistente en el principio fundado en el sentido común de que nadie abandona su terruño, su patria chica, si allí pudiera alentar alguna esperanza, mientras que, a la hora de trasladarse masivamente, todos lo hacen con la ilusión o la certeza de que con los sacrificios del caso y corriendo los riesgos conocidos, pueden cambiar su situación y crearle mejores perspectivas a sus hijos.

En otros tiempos, estos datos consistentes de la realidad eran refutados en nombre del colonialismo de los países centrales e imperialistas acusados de ser responsables de la explotación de los países atrasados, subdesarrollados o periféricos. Hoy estos argumentos han perdido fuerza, aunque corrientes de la izquierda y del populismo insisten con ellos como una demostración más de su anacronismo y de su incapacidad para actualizar los paradigmas teóricos.

De todos modos, admitir esta suerte de tendencia histórica de los flujos migratorios no clausura el debate, sino que lo abre a nuevas problemáticas que las sociedades deberán tratar de resolver en el siglo XXI. Basta para ello con prestar atención a las tragedias cotidianas de esas multitudes corridas por el hambre y prisioneras de comerciantes inescrupulosos que se enriquecen con sus necesidades sin preocuparse por las vidas que ponen en riesgo.

Asimismo, en los países centrales la masa de pobres con sus legítimas aspiraciones por una mejor calidad de vida, ponen en riesgo sus propios sistemas de seguridad social, además de reactivar comportamientos racistas y discriminatorios.

Tanto en Europa como en los EE.UU. han crecido los partidos políticos y los dirigentes que reclaman la expulsión de los inmigrantes y el cierre de las fronteras. Trump en Estados Unidos y Le Pen en Francia, son los ejemplos más conocidos, pero están lejos de ser los únicos e, incluso, los más agresivos.

En términos históricos y políticos, se sabe que una situación deviene trágica cuando las contradicciones son insalvables, o las partes en conflicto disponen de una cuota importante de verdad. En el caso que nos ocupa, la contradicción que esta situación plantea en el interior de la cultura occidental parece ser insalvable. ¿Por qué? Porque entre los valores universales fundados en los principios de igualdad y libertad y la realidad cotidiana de sistemas políticos que no están en condiciones de atender las necesidades de las multitudes que llegan “desde el otro lado del mundo”, hay un antagonismo que por el momento no pareciera tener solución.

Tanto en Europa como en los EE.UU., han crecido los partidos políticos y los dirigentes que reclaman la expulsión de los inmigrantes y el cierre de las fronteras.