Crónica política

La batalla de Tucumán

La batalla de Tucumán

La crisis y los escándalos políticos explotaron en Tucumán. Por lo pronto, la oposición ha dado un paso impensable hasta este momento: se han unido a partir de algunos reclamos comunes en materia de democratización política. Foto: DyN

Por Rogelio Alaniz

Tal vez el resultado de las elecciones de octubre se esté jugando en Tucumán; tal vez el destino político de los argentinos se resuelva en estas jornadas cívicas de multitudes reclamando por sus derechos en las calles. Ya no se trata solamente de que gane Manzur o pierda Cano, lo que importa saber es si los argentinos estamos dispuestos a convivir con el fraude y los regímenes políticos corruptos.

La batalla de Tucumán no es militar, es cívica, y nos importa a todos los argentinos, como en su momento nos importó a todos esclarecer el asesinato de Soledad Morales en la Catamarca regimentada por los Saadi, poner límites a la reelección indefinida alentada por el entonces capanga mayor de Misiones o intervenir el régimen juarista en Santiago del Estero, aunque a los Juárez los sucedieron los Zamora, con lo que se demuestra que más que una persona, de lo que se trata es de un orden diseñado para ejercer el poder de modo despótico.

Hoy la crisis estalló en Tucumán porque, como se dice en estos casos, el hilo se corta por lo más delgado, o la contradicción estalla en su punto más intenso y en donde las posibilidades de resistencia civil son aún posibles. El régimen de los Alperovich y Manzur reúne todos los atributos de los regímenes autoritarios, corruptos y concentrados: mayoría absoluta en la Legislatura, control político de casi la totalidad de los municipios, mayoría adocenada en la Corte Suprema y libre disponibilidad de recursos brindados por el Estado nacional para reproducir un orden injusto, prepotente y sumiso. ¿Es necesario recordar que el régimen instalado por los Kirchner en Santa Cruz es muy parecido?

A los elocuentes datos institucionales se le suma la constitución de una claque política integrada por familiares y cortesanos, enriquecida de manera obscena gracias al control absoluto de los resortes del poder y absolutamente convencidos de que el poder político es una propiedad privada eterna e intransferible. Al clientelismo más desvergonzado se le suma el severo control político, que incluye la amenaza insinuada o directa sobre quienes no acatan las reglas de juego del sistema.

Perfecciona el orden K tucumano la vigencia de un sistema electoral diseñado exclusivamente para que el oficialismo gane por abrumadora mayoría. La existencia de alrededor de veinticinco mil candidatos a través del sistema perverso de las colectoras o acoples son una demostración contundente de lo que sucede en esta desdichada provincia donde, como en las leyendas que parecían enterradas en el pasado, todo está preparado para que gane, por las buenas o por las malas, el protegido caballo del comisario.

Los Alperovich y los Manzur no inventaron este sistema, pero lo cierto es que se valieron de él y lo perfeccionaron para beneficiarse. Tucumán desde los inicios de la democracia padece un orden político viciado, manejado por dirigentes cuya moral no se diferencia demasiado de la de un gángster o un mafioso. Recordemos que es la provincia que “inventó” al malevo Ferreyra, a las bandas de narcotraficantes al estilo “los Gardelitos”, una policía extorsionadora y una clase dirigente decidida a valerse de la política para enriquecerse.

Los Alperovich y los Manzur no fueron los padres de la criatura, pero fueron los que la criaron con más afecto y obtuvieron de ella los mejores resultados. El crecimiento exponencial de sus fortunas así lo demuestra; también su pertenencia prolongada en el poder. Al respecto, hay que decir que esos resultados electorales con más del sesenta por ciento de los votos, en las sociedades contemporáneas debieran llamar la atención y despertar las sospechas de los observadores, porque sólo en sociedades sojuzgadas, dominadas y sometidas por la pobreza y los garrotes es posible obtener esta adhesión que un politólogo alguna vez calificó de “paraguaya”, para referirse a los comicios convocados durante prolongados años por el dictador Alfredo Stroessner.

Lo que vale para Tucumán vale, por ejemplo, para Santiago del Estero y Formosa, donde también se reproducen con absoluta impunidad regímenes de dominación reñidos con la democracia y alentados y financiados por un gobierno nacional que canjea recursos por adhesión política incondicional. La negativa del poder K a constituir un régimen de coparticipación tal como lo aconseja la Constitución Nacional no es inocente o el producto de un olvido pasajero.

La diferencia de Tucumán con Formosa o Santiago del Estero es la existencia en esa provincia de una sociedad civil más densa, la constitución en las grandes ciudades de centros políticos modernos y la presencia, por lo tanto, de un capital humano que inevitablemente rechaza o no se asimila al orden político semifeudal propuesto por los capangas de turno.

En la misma línea de razonamiento, no es casualidad que en la ciudad capital y en los centros urbanos más desarrollados, la oposición haya ganado a pesar del sistema electoral perverso, de la red de matones habilitada para asegurar el “orden” y el régimen miserable de reparto de bolsones de comidas, una práctica que para ser justos, no ejercen solamente los Alperovich ni es patrimonio exclusivo de Tucumán.

El clima electoral nacional, la proximidad de las elecciones presidenciales, sin duda que sensibilizan a la opinión pública y movilizan en la línea del pensamiento políticamente correcto al conjunto de la opinión pública. En ese contexto, episodios que en otros momentos no llaman la atención o no trascienden como corresponde, adquieren una inusitada relevancia.

Los Alperovich y los Manzur seguramente preveían las protestas habituales, pero nunca pensaron que las reacciones iban a ser tan masivas o que ellos iban a perder el control de la situación. Años de trampas, de maniobras fraudulentas, de aprietes y manejos discrecionales del poder generan un sentimiento de impunidad que nada ni nadie podrá poner en discusión. Es que, en definitiva, lo que les sucede a los Alperovich y los Manzur no es muy diferente de lo que les sucede a todos los déspotas “que en el mundo han sido”.

No conocemos el desenlace político de Tucumán. Es probable que el próximo gobernador sea Juan Manzur, sin descartar que, tal como lo sugirió el fiscal federal Gustavo Gómez, hay riesgos reales de anular las elecciones, pero más allá de los pormenores de una realidad atosigada y conflictiva, lo cierto es que el mérito político que estos hechos han tenido en el orden nacional es que han establecido algo así como un antes y un después de Tucumán.

Por lo pronto, la oposición ha dado un paso impensable hasta este momento: se han unido a partir de algunos reclamos comunes en materia de democratización política. Se trata de una foto y unas palabras, pero a nadie se le escapa que estos gestos suelen ir más allá de la simple reunión para decir algunas cosas comunes. Concretamente, que Massa, Macri y Stolbizer se fotografíen marca una tendencia, cuyo impacto el primero en percibirlo ha sido el oficialismo nacional, cuyos representantes más notorios atacaron con los más duros términos a esta iniciativa.

Por su parte, Scioli no ha salido bien parado de esta situación. En realidad, Scioli viene trastabillando desde que decidió irse a Italia cuando la mitad de su provincia estaba inundada. Pues bien, lo sucedido en Tucumán podrá afectar más o menos a Manzur, pero con seguridad afecta a la imagen de un Scioli, a quien los avatares de la política lo instalan en el lugar que no quisiera estar, sobre todo para un dirigente que sabe que para ganar necesita de esos votos de clase media, que en los recientes episodios tucumanos fueron apaleados por la policía del régimen en el que él se apoya.

El futuro dirá sobre el rumbo de los acontecimientos; pero tal como se presentan los hechos daría la impresión de que Scioli no sólo que deberá afrontar dificultades cada vez más elevadas, sino que, además, progresivamente resulta más evidente que sus principales adversarios no son sus opositores formales, sino ese oficialismo nacional que nunca terminó de digerir su candidatura y que cada vez que trastabilla lo atacan con una saña que ni sus adversarios más enconados se animarían a hacerlo.