Juan María Gutiérrez: Constitución y democracia

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Juan María Gutiérrez, retratado por Antonio Alice.

 

Por Alejandro Poli Gonzalvo

Juan María Gutiérrez nació el 6 de mayo de 1809, en vísperas de la Revolución de Mayo, de la que sería un fiel intérprete como miembro de primera línea de la Generación del 37, en la que tuvo una actuación que abarcó múltiples facetas: fue abogado, poeta, periodista en varias naciones, historiador de la literatura hispanoamericana, nuestro primer crítico literario, cartógrafo, ingeniero agrimensor, integrante de la Comisión redactora de la Constitución de 1853, donde defendió las ideas que Alberdi había desarrollado en las Bases y fue autor principal de su parte dogmática, contenida en la declaración de derechos y garantías que nos continúa rigiendo, canciller durante el gobierno de Urquiza, con Alberdi actuando como embajador ante los países europeos, en una gestión conjunta que en tiempos de la secesión nacional logró el reconocimiento de la Confederación Argentina.

Elogiado por Alberdi, “yo soy una de sus obras, él ha ejercido en mí diez veces más influencia que yo en él”, fue rector de la Universidad de Buenos Aires en el período 1861-1873 y rechazó ser miembro de número de la Real Academia Española por entender que el idioma americano, y la ideología que a través de él se expresa, no podía quedar congelado según la visión de un grupo de notables encargados de su custodia.

Haciendo votos porque su sobresaliente trayectoria tenga el reconocimiento que se merece, en esta nota deseamos honrar su memoria destacando una faceta de su pensamiento que generalmente ha sido eclipsada por sus numerosos logros: su defensa del ideal democrático de Mayo.

La Generación del 37, la más brillante de nuestra historia, como que contó entre sus filas a Echeverría, Alberdi, Sarmiento, Mitre, Vicente Fidel López, Mármol, Frías, Sastre, Florencio Varela, Marco Avellaneda y el propio Gutiérrez, entre otros, se asomó a la vida pública en el seno de los duros enfrentamientos que unitarios y federales sostenían desde la Guerra de la Independencia, con el claro propósito de criticar por igual a ambos bandos y superar esa estéril división con un programa nacional que retornara a los ideales de Mayo. Reunidos en 1838 en la Asociación de Mayo y fieles a un método intelectual que todavía hoy es un ejemplo de lúcida adaptación del pensamiento occidental de vanguardia a la realidad argentina, su proyecto político se resumía en reivindicar los auténticos ideales de Mayo: Progreso y Democracia.

Echeverría había escrito que “la fórmula única, definitiva, fundamental de nuestra existencia como pueblo libre, es: Mayo, Progreso, Democracia”. Fieles a esta consigna, los hombres del 37 trabajaron con esfuerzo para plasmar esos ideales en la sociedad argentina. La organización nacional según la Constitución de 1853 brindó una estructura institucional adecuada para dar cabida a los proyectos de modernización soñados por la Generación del 37. Sin embargo, nuestra Ley Fundamental aportó un marco general, cuya esencia se encuentra en el capítulo de derechos y garantías, el cual debía ser completado por leyes reglamentarias de las cláusulas aprobadas por la Convención Constituyente para que esos derechos y garantías pudieran ser tutelados por el Poder Judicial. Mientras que el ideal del Progreso de Mayo tuvo su correlato en códigos y leyes que impulsaron la educación, la inversión de capitales, el fomento de la inmigración, la seguridad jurídica, el libre comercio, la realización de grandes obras de infraestructura, logrando su plena concreción en pocas décadas, el régimen democrático no encontró la sanción de leyes electorales conformes al espíritu de los constituyentes de 1853, ni la decisión política de asegurar el respeto del voto popular, creando un régimen de fraude que perduraría hasta la sanción de la ley Sáenz Peña en 1912. Esta rémora incubó en los largos años del orden conservador la semilla de ruptura institucional que desbordaría en 1930, pero cuyos antecedentes se remontan a las últimas décadas del siglo XIX. La joven democracia que nació en 1916 no tuvo la energía suficiente para escapar de la masa gravitacional de la República no democrática por las prácticas acumuladas durante los decenios de su hegemonía.

Cuando muy pocos se preocupaban de la infidelidad al principio democrático de Mayo, en el tomo III de la Revista del Río de la Plata, Gutiérrez publicó un artículo, “El año 1870 y la reforma”, que proponía volver a las fuentes de la Constitución de 1853. Escribe Gutiérrez: “La reforma debe comenzar por ser política, es decir, creadora de las instituciones que completen nuestro régimen de gobierno. Todas las demás mejoras que miran a los intereses materiales han de resultar de las que primero se introduzcan en la esfera política y legal”. Y para que no queden dudas, agrega: “Diremos qué entendemos por reforma: modifiquemos nuestro sistema de leyes, de manera que cuadre de hecho con el espíritu de las instituciones fundamentales, que hemos adoptado, con el fin de constituir una verdadera sociedad de hombres libres”. ¡La gran lucidez! Gutiérrez reclamaba en hora tan temprana la sanción de leyes que respetaran los principios democráticos emanados de la Constitución de 1853. Es interesante observar que Gutiérrez, a diferencia de sus correligionarios del 37 -con la excepción de Echeverría si éste no hubiera muerto en 1851-, es el pensador que en soledad cree que es tiempo de acometer esa reforma, no aceptando el postulado alberdiano de la incapacidad de la sociedad argentina para una democracia sin restricciones, piedra basal de la república posible: “El momento ha llegado. Tenemos un largo pasado que nos alecciona, una existencia como nación reconocida y bienquista de todo el mundo, una población considerable, y, si no las instituciones, al menos los instintos de la libertad, casi en estado de costumbre”. Gutiérrez estima que los argentinos están preparados para la vida en democracia. Porque sabe que “tenemos sobe todo una carta fundamental, que ha cerrado el período doloroso de la antigua anarquía, carta que todos los argentinos aman y respetan”.

Cuentan los historiadores que Juan María Gutiérrez falleció el 26 de febrero de 1878 como consecuencia de las intensas emociones que vivió al participar en los festejos del centenario del nacimiento de José de San Martín. Nada más adecuado para coronar la obra de su vida: que quien quería liberarnos de las perimidas instituciones del atraso muriera abrazado al recuerdo de quien nos había liberado militarmente.

Pero Juan María Gutiérrez no ha muerto. En tiempos en que la democracia argentina atraviesa una crisis de identidad mayor, su mensaje nos recuerda que la nación no encontrará su seguro camino de prosperidad y concordia, mientras no instauremos una democracia institucional madura, que deje atrás su caricatura actual: una democracia meramente electoralista donde no importan los partidos ni las ideas sino acumular votos para perpetuar o conquistar el poder. Necesitamos con urgencia el pensamiento lúcido, creador de esperanza y de consensos, del que Juan María Gutiérrez fue uno de sus más ilustres cultores.