editorial

  • El ministro de Economía dice que el FMI siempre se equivoca cuando hace pronósticos sobre la economía argentina. Mientras tanto el oficialismo declara que el país no está en crisis, sanciona la Emergencia, no termina de corregir estadísticas y no mide la pobreza.

Mentira y poder

La presidente del bloque kirchnerista en la Cámara de Diputados de la Nación dijo durante la sesión especial del pasado 7 de octubre que “éste no es un país en crisis, ni con crisis económica, ni con crisis social, como fueron muchos gobiernos”. Lo hizo al aprobar el Presupuesto nacional 2016; acto seguido el oficialismo aprobó junto a sus aliados la prórroga a la Ley de Emergencia Económica.

Esa ley fue promovida durante el gobierno de Eduardo Duhalde. No importa cuántas veces el relato oficial -el de la presidente Cristina Kirchner en particular- diga todo lo que creció la Argentina desde 2001. Nunca explicó por qué necesita de ese andamiaje legal contradictorio que le da facultades de uso y abuso de los recursos del Estado, violando la potestad que la Constitución Nacional atribuye al Congreso y dándosela al Poder Ejecutivo. Todo a nombre de una crisis que no se reconoce.

Casi al mismo tiempo, en el marco de la asamblea anual del Fondo Monetario Internacional en Lima, el ministro de Economía se quejó de los pronósticos del organismo que prevén una inflación del 26,4 % para el próximo año y promueven un ajuste fiscal porque el nivel del gasto de la Casa Rosada es insostenible. “Después tienen que ir corrigiendo. Siempre se han equivocado con la Argentina”, dijo Axel Kicillof, que también criticó la recesión que prevé el FMI para el país el próximo año.

En cambio, el funcionario nacional no se refirió al hecho de que el Indec no terminó de formalizar las correcciones a las que la Casa Rosada se comprometió sobre el procedimiento estadístico oficial que mide la inflación; mucho menos al hecho de que ya no mide la pobreza. Sin datos oficiales también se consuma la mentira; sin diagnósticos acertados no hay propuestas realistas sino promesas improbables, de las que sobran en el atril.

La ley dice claramente que la plata del gobierno no puede financiar al candidato del oficialismo. Pero si una contratista del Estado que cobra del gobierno por producir el promocionado Fútbol para Todos es a la vez financista del candidato oficial, se consuma otra mentira. No menos gravosa que aquella en la que incurre algún ex candidato opositor por cobrar millones de un gobierno distrital para prestar un servicio que subcontrata desde una firma creada ad-hoc.

La mentira se ha naturalizado en la Argentina. No se trata de denostar todo lo hecho o todo lo cuestionado por unos u otros, sino de poder reflexionar en común, con capacidad crítica, sobre bases de respeto, acerca de cuál es el mejor camino y las mejores personas. La campaña -toda ella- está viciada de entusiasmos manipulados para promover menos verdades que edulcoradas sensaciones.

No es posible elegir con claridad en base a una idea y a capacidades potenciales, si lo que se ofrece es falacia y ocultamiento. El problema no es ideológico sino que radica en la ética -o en la falta de ella- de quienes ejercen o se postulan al poder en una República. El marketing no reemplaza a la honestidad imprescindible para ejercer un cargo público.

La mentira se ha naturalizado en la Argentina. No se trata de denostar todo lo hecho o todo lo cuestionado por unos u otros, sino de poder reflexionar en común, con capacidad crítica, sobre bases de respeto, acerca de cuál es el mejor camino y las mejores personas.