OPINIÓN
OPINIÓN
“Sin pan y sin trabajo” (II)

“Sin pan y sin trabajo”, obra del maestro Ernesto de la Cárcova. Foto: ARCHIVO
Domingo Sahda
I
Literalmente saturado por la propaganda política que constantemente se emite por los medios radiales y televisivos, me di a pensar en el viejo precepto que sentencia: “La palabra es aire que el viento se lleva y así todo será igual”, en este Virreinato del Río de la Plata que pomposa, y huecamente, se autotitula República. El sentimiento de agravio moral ante las recientes elecciones provinciales en territorios del norte del país, a más de la imagen de aquel funcionario que rompió frente a las cámaras de televisión un diario, al más puro y elocuente estilo fascista, de trágica memoria, recordé una nota publicada por este diario hacia el año 2009 y que titulaba “Sin pan y sin trabajo”, apoyado en esa pintura maestra creada por el maestro De la Cárcova. Y que lleva ese título. Pensé una vez más en el valor documental del arte visual a lo largo de la historia de la humanidad y solicité su reedición, habida cuenta de que todo es igual, o peor.
II
Ordenando unas fichas de trabajo mientras el ruido desacompasado de la pantalla del televisor actuaba de telón de fondo, cayó en mis manos una reproducción de esa magnífica pintura al óleo que atesora el Museo Nacional de Bellas Artes titulada “Sin pan y sin trabajo”, obra del maestro argentino Ernesto de la Cárcova. Este óleo documenta, con la proverbial excelencia del autor, el drama argentino sempiterno que el título preanuncia, prohijado o soslayado por la atémpora e inopia política social argentina a lo largo de décadas. En la pintura susodicha, la mujer, la esposa y madre, envilecida por el hambre y el desamparo intenta proteger a su macilento bebé, en tanto que el padre, el hombre de la casa, aprieta con rabia impotente las herramientas de su trabajo y muerde su bronca mientras atisba a través de los sucios vidrios del cubículo que oficia de habitación el despuntar de otro día sin esperanzas, tan amargo como tantos otros. Mientras recorría con la mirada las imágenes, desde la pantalla del televisor comenzaba a retumbar el sobado discurso pregonado por algún aspirante a prócer, léase aprovechado político, heredero del Viejo Vizcacha que “la República Argentina puede producir alimentos para 500 millones de personas”. Pasmado, escuchaba la engolada voz del egregio sujeto que, obviamente, al pontificar, hablaba hacia el infinito, no fuera cosa que alguien inopinadamente lo interpelara con un: ¿y por qué no lo hacen? Al momento me pregunté: ¿cómo es posible vocear tamaño despropósito cuando es cosa sabida que en el país productor de alimentos, miles de personas sobreviven escarbando la basura para malvivir? ¿Cuál es la catadura moral de quienes usufructúan todos los privilegios del poder mientras juegan al osito distraído sin sentir remordimiento alguno? Las palabras, los discursos, son aire que el viento se lleva y así seguimos. La pobreza, la miseria, no son argumentos discursivos para calmar conciencias culposas. Son la madre de todas las desgracias, y no hay coraje cívico para enfrentarla y resolverla. Al fin de cuentas hablar, a destajo, es menos comprometido que hacer.
El pensamiento mágico de nuestra “clase política” de nuestros gobiernos nacionales, provinciales y municipales de todo signo y laya opera como el de los niños de jardín de infantes. La palabra redentora transforma a su influjo la realidad, como en los cuentos, mientras se compite en uno y otro lado al modo de los púberes “quién escupe más lejos”. Argentina, alguna vez tierra de promisión, tal cual lo repetían mis abuelos y mis padres al bajar de los barcos, ha devenido en teatralización de la miseria moral y material, en la cual el privilegio de algunos pocos es contemplado por los “condenados de la Tierra”, en reino de incluidos y excluidos.