Sobre la adjetivación
Por Germán Bartizzaghi (*)
“El viento sopla donde quiere y nosotros oímos su silbido, pero ignoramos de dónde viene, y adónde va” ( Juan 3,8). Formulada la advertencia, comuníquese al lector de este pobre ejercicio intelectual (ejercicio con ínfulas de ensayo, con altanería de reflexión literaria) que quien jugara a escribir, quien padeciera delirios de Cervantes o complejo de Shakespeare, no hallará tan fácilmente ese adjetivo por el que se desvela; no a menos que lo alcance un rapto de iluminación de Musa, de epifanía del Espíritu o de la entidad divina de turno. El trabajo diario convoca la inspiración (siempre es mejor que ésta nos sorprenda con manos en la obra, advierte Picasso), pero no la garantiza.
De cualquier manera, la sospecha que quiero compartir aquí es que el perfecto adjetivo (ése que nos detiene largo rato en su búsqueda, y la mano, ávida por continuar, empieza a desesperarse si no asoma) ese adjetivo esquivo, rebelde y zigzagueante, acaso se logre apenas desde un conocimiento difuso de la situación a narrar, o desde un desconocimiento fingido, y siempre, claro está, que el sustantivo protagonista tenga el calibre suficiente. Los lectores, vale recordar, se conquistan a fuerza de argumentos; la orfebrería del lenguaje es una maniobra de maquillaje: no decide la guerra (Girondo y Lorca, son excepciones).
Recordarán ustedes el “Decálogo del perfecto cuentista” donde, a propósito de la adjetivación, Horacio Quiroga concluye que hallado el sustantivo preciso, éste solo tendrá un color incomparable. Y agrega: pero hay que hallarlo. Lo que intento añadir, entonces, es una dificultad a esa advertencia del escritor oriental: hay que hallarlo, sí, pero ignorando haberlo hecho. Hay que dar con un sustantivo, o con un argumento en general, que sea lo suficientemente propicio para convocar adjetivos deleitables. Si Borges fue un maestro calificando, fue en parte porque sus situaciones han sido siempre dignas de la hondura y la sutileza que reclama el feliz adjetivo.
La tesis se me reveló en medio de una ceremonia religiosa. La boda de uno de mis más íntimos amigos. Los templos suelen ser lugares afines a la reflexión, un oasis de introspección en medio del feroz escaparate en que vivimos expuestos. El Evangelio de turno nos situó en las bodas de Canaá, con un Cristo que anticipa su divinidad para complacer, como todo hijo, el pedido de su madre. El episodio es conocido, los ingredientes pocos: un festín de casamiento donde los invitados no pueden exorcizar su sed, una Virgen que adivina la solución en su hijo, seis jarrones de piedra de cien litros cada uno, un par de sirvientes bien dispuestos. Las instrucciones del Maestro son claras: llenen las tinajas con agua y llévenlas al mayordomo. Desconocemos en qué momento se produce el milagro, pero es maravilloso imaginar cómo esas partículas insípidas van trocando, durante el trayecto recorrido por los sirvientes, en vino de uva celestial.
El mayordomo, ignorante del milagro, antes de convidar a los invitados, prueba la bebida; allí surge entonces la afortunada descripción: “Tú (dirigiéndose al novio) has dejado el buen vino para el final”.
El buen vino. Adjetivación mesurada, natural para el habla de un mayordomo, con la fuerza suficiente para insinuar al lector que hay mucho más que algo bueno en ese sabor inédito. El impacto de síntesis que el testimonio del personaje concede al evangelista, lo libera del fárrago de transcribir minuciosamente la experiencia de un mayordomo probando a conciencia el “vino de Dios”. ¿Con qué palabras airosas caracterizar un vino fermentado en los toneles de Sion?
La pericia de un adjetivo, su distinción y afortunado hallazgo, reside justamente en no tener precisiones, en ignorar adrede lo que está sucediendo, en ser testigos de resultados y no de procesos. Hay que adjetivar como niños, apelando a los usos más cándidos e inocentes del lenguaje.
Con intenciones demasiado estilísticas, que rozan el manejo quirúrgico y experimental del lenguaje, jamás hubiéramos podido gozar de la simpleza, de la claridad y frescura de un Aquiles, el de los pies ligeros, o de un Agamenón, rey de hombres.
Quizás, la clave de un buen adjetivo no sea otra que nuestra aparente distracción. Para evocar los milagros que nos rodean, es imprescindible ignorar, fingir ignorar. Que no se advierta nuestro cautiverio pecera, la experiencia dicta escribir bajo la dulce ficción de una libertad oceánica. Después, sabemos, el Espíritu sopla donde quiere.
(*) Escritor. Autor de “Historias recuperadas” (De las tres lagunas, Junín, 2012).
Si Borges fue un maestro calificando, fue en parte porque sus situaciones han sido siempre dignas de la hondura y la sutileza que reclama el feliz adjetivo.