Arte y comida
Arte y comida
Clara Peeters y la moda del brunch

“Naturaleza muerta con quesos, alcaucil y cerezas”, obra de Clara Peeters que se exhibe en Los Ángeles County Museum of Art. Foto: Archivo
por Graciela Audero
En el siglo XVII, se pone de moda la “naturaleza muerta” en la pintura occidental con sus diversas categorías: mesa servida, flores, frutas, animales de caza, pescados, alegoría de la “vanidad”, reunión de objetos de lujo. El motivo de la comida se vuelve independiente según un concepto artístico capital: la idea de hacer una composición pictórica únicamente con cosas inanimadas.
La “mesa servida” la inauguran, alrededor de 1600, entre otros, los pintores holandeses y flamencos: Osias Beert, Clara Peeters, Floris Van Dijck, Floris Van Schooten... que desarrollan con matices una fórmula común, caracterizada por varios alimentos y bebidas dispersos, regidos por un orden geométrico. Cada objeto se presenta bien definido. El nuevo género, que responde al gusto de la burguesía, se distingue por la observación analítica, la ejecución minuciosa, el entusiasmo por la exploración de las cosas inanimadas. Los burgueses de la época, que se afirmaban en la sociedad por la posesión de bienes, tenían una especie de culto por las cosas materiales y apreciaban las imágenes verídicas. En ambientes íntimos y opulentos, el repertorio de temas incluye comidas compuestas simplemente por un arenque salado, un pan y una cebolla o por platos más finos con jamón, ostras y carnes de caza. Nunca faltan vasos de cerveza o copas de vino.
Clara Peeters (1594-1657) es una de las pocas pintoras de su tiempo. Bautizada en Amberes, se sabe muy poco de su vida. En los 25 cuadros que se le conocen, combinó flores y alimentos ordenados con cuidado. Mujer singular e innovadora, precursora de un verdadero género artístico, en su “Naturaleza muerta con quesos, alcaucil y cerezas” (1608), Clara Peeters nos emociona con las marcas recientes dejadas por el hombre: salero sin tapa, carozo de fruta con cabito, cuchillo que pende de la mesa, hormas de queso recién cortadas. ¿Quiso fijar el preludio a la calma existencial de las cosas ? o ¿quiso captar una suerte de vida secreta? En su construcción, observamos por un lado, quesos de pasta dura apilados y coronados por un plato de manteca, y por otro lado, un alcaucil y cerezas. Hay aristas, redondeces y un juego en diagonal apenas perceptible. La sal en su recipiente cilíndrico de estaño y el pan redondo equilibran un conjunto muy elaborado. Gracias a la minuciosidad sublime, percibimos la untuosidad de la manteca, la dureza de la pasta de los quesos, la aspereza de las hojas del alcaucil, y casi la acidez de las frutas. El fondo oscuro del cuadro contrasta con los matices amarillentos de los quesos, el rojo de las cerezas, los verdes y rosado del alcaucil, que iluminan una obra por lo demás monocromática. Y también la autora quiso significar una presencia fuera del marco: el mango del cuchillo y pedazos de la verdura.
Cada “mesa servida” del siglo XVII corresponde a un menú determinado: desayuno, buffet, almuerzo, colación, merienda, postres. Los espectadores contemporáneos de estos cuadros distinguían los detalles, el refinamiento de la vajilla, la calidad de los productos comestibles. Nosotros ignoramos muchos de aquellos usos y costumbres, lo cual nos impide definir exactamente cada escena. Por eso, me atrevo a relacionar la pintura que ilustra esta nota con el actual brunch de moda: buffets generosos, que proponen un gran abanico sólido y líquido, salado y dulce, servidos los domingos por cafés y restaurantes cool de grandes ciudades occidentales. La variedad de alimentos y bebidas propuestas en el brunch no difiere demasiado de las “mesas servidas” que conforman la producción pictórica de Clara Peeters.
El brunch -adulteración semántica de breakfast y lunch- tiene una larga historia en los Estados Unidos de Norteamérica desde hace décadas: encuentro dominical de familiares y amigos para saborear los elementos del desayuno continental: té, café, chocolate, jugos de fruta, yogur, cereales, tostadas con manteca y mermelada, panes, quesos, fiambres, huevos revueltos. Pero también: tartas, carnes, pescados, ensaladas, frutas, tortas... cócteles y bebidas alcohólicas. Abierto, tolerante, multicultural, el brunch permite a cada uno servirse según sus deseos, inventarse su comida ideal, individualizando las opciones entre las 11 de la mañana y las 4 de la tarde.
Las capitales de Occidente viven, vibran, cambian sus hábitos. Todas brunchean como las ciudades norteamericanas. Desayuno tardío y, a la vez, almuerzo anticipado, el brunch es una propuesta urbana por excelencia, que los provincianos argentinos desconocemos. En cambio, en Buenos Aires es costumbre hace más de diez años. Más todavía, muchos locales porteños llaman brunch a almuerzos, desayunos, meriendas que sirven los domingos, los sábados y los días de semana confundiendo el concepto anglosajón. Repito, otra vez, se trata de una reunión del domingo, que reconcilia al grupo de los últimos resistentes de la noche con el de los que se levantan tarde. En un ambiente de sociabilidad, el brunch elimina los ritos dominicales sustituyéndolos por otra manera de comer, y otra temporalidad. Al orden inmutable de la comida de familia, con su sucesión de platos bien establecida, se opone otra lógica, epicúrea, lenta, individualizada. Nadie reparte a cada comensal un trozo de asado a la parrilla ni una porción de postre, sino que cada uno disfruta experiencias gustativas dando una vuelta por todo el horizonte culinario. En pareja, con amigos o en familia se vive un momento compartido de libre improvisación, un paréntesis sabroso frente a mesas servidas semejantes a las de Clara Peeters, todos juntos felices, pero juntos y libres.
Respecto de la moda del brunch en España, el escritor español Arturo Pérez-Reverte dice: “Hoy desayunar normal es una vulgaridad y comer a mediodía resulta poco trendy. Así que lo que se ha puesto de moda, es un tal brunch”. Y agrega que se parece un poco al bocata de media mañana, pero sin pincho de tortilla y cerveza sino con toda una parafernalia gastronómica, y en ambientes distinguidos. Se supone en interiores tan burgueses como, salvando las diferencias de diseños entre los siglos, los registrados por Clara Peeters.