Kant en bicicleta

La ciudad de Santa Fe impulsa el uso de las bicicletas. dibujo; nacho yunis.
Immanuel Kant fue un filósofo alemán que se cuenta entre los más importantes de todos los tiempos. Un filósofo es “grande” cuando reflexiona sobre distintos temas de manera diferente a la de sus predecesores, de modo que produce con su pensamiento una vigorosa renovación de tales problemas, ideas, etc. Kant cumple holgadamente con este requisito y, entre los múltiples temas en los que sobresalió, fue un importante renovador de la reflexión en ética. De hecho, creó una forma de abordar los problemas éticos o morales completamente nueva.
No se amilane: ¿qué es un problema ético o moral? Algo que Ud. ya sabe: ¿puedo matar a mi vecino? ¿Puedo engañar a mi pareja? ¿Es correcto mentir? ¿Debo ayudar a mis hijos? Y sigue una lista larguísima... Usted dirá rápidamente: es evidente que no puedo matar a mi vecino, engañar a mi pareja, que no debo mentir y que debo ayudar a mis hijos, pero ¿por qué? Lo que usted pensó brota espontáneamente de una formación cultural que incluye valores preestablecidos, una concepción religiosa, normas derivadas de las costumbres o, simplemente, de sentimientos elementales. Pero Kant pensó que si las cosas son así, tendríamos un difícil problema puesto que, desde luego, las concepciones religiosas varían, más aún las costumbres e incluso los sentimientos mismos. Según él, es claro que la búsqueda del por qué en estos casos debe seguir una estrategia diferente.
Para resolver el problema sin verse involucrado con la herencia cultural o, lo que es más complejo todavía, con los sentimientos particulares, Kant apeló a la conocida regla de oro: “trata a los demás como quisieras que te traten a ti”. Si usted está atento pensará: “Kant hizo trampa, no quiere apelar a la religión y sin embargo toma un principio religioso”. Y en parte tiene razón, con el agravante de que la regla de oro está en casi todas las más viejas religiones: judaísmo, budismo, confusionismo... Pero Kant “limpió” la regla de todo contenido y pensó que la regla expresa una idea clara que debería ser aceptada por cualquier ser racional (y así, con independencia de su cultura, fe o momento histórico particular): hay que obrar de un modo que sea aceptable para todos. Y por eso, consideró que si uno desea obrar bien -y así volverse bueno- debe seguir un tipo de regla general libre de todo contenido (¡y prejuicios!): “obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que sea ley universal”. No se desespere, la fórmula anterior es la regla que ya mencioné, “debemos tratar al otro como queremos que seamos tratados”, pero presentada de un modo más general. A esta regla Kant llamó Imperativo Categórico.
Podemos ahora evaluar los distintos problemas éticos propuestos: ¿puedo matar? ¿puedo engañar? ¿puedo mentir? ¿debo ayudar? Rápidamente Ud. observará que es imposible poner como regla general tanto a “matar”, como a “engañar” o “mentir”, pero sí a “ayudar”. Así, observamos que la regla de la “universalización” nos prohíbe realizar ciertas acciones y, en otros casos como el de “ayudar”, nos “obliga” a realizarlas. Hay ejemplos donde parece que la regla no funciona: ¿debo vestir de rojo? ¿Debo dejarme la barba? Universalizar estas máximas no conduce a nada y, por lo tanto, estamos frente a casos en los que no existe valor moral o conflicto ético relativo a este tipo de acciones.
La estrategia kantiana rinde sus frutos también en problemas relativos a la ecología. Existe un razonamiento recurrente cuando se trata de evaluar las acciones humanas en relación con el medio ambiente: ¿qué pasaría si todos tiráramos la basura al río? ¿qué sucedería si todos contamináramos el agua? ¿qué sucedería si pudiéramos talar todos los bosques? Hasta el Papa Francisco pone un ejemplo del tipo en su encíclica Laudato Si: ¿qué sucedería si todos tuviéramos un aire acondicionado? Las respuestas nos presentan un panorama desolador: nos quedaríamos sin ríos limpios y sin agua potable, sin bosques naturales, incluso, consumiríamos toda la energía disponible en aclimatar nuestras habitaciones. La reflexión kantiana nos obliga a condenar la contaminación, la tala indiscriminada y el consumo descontrolado de energía eléctrica.
El asunto se presenta de modo semejante cuando reflexionamos sobre lo que sucede con el tránsito. El modelo de movilidad basado en el automóvil individual es absolutamente inviable: no hay ciudad que lo resista ni país que pueda subvencionar el consumo de modo razonable. Los EEUU inauguraron la producción a escala de automóviles para convertirse en el principal consumidor de petróleo. Últimamente se agregó a este círculo vicioso la enorme China. Tal situación no sólo atenta contra la economía energética mundial sino sobre todo contra la salud de los propios chinos: diciembre de 2015 tuvo el aire más contaminado de los 3000 años de historia de Pekín. China es hoy el segundo consumidor mundial de petróleo y eso se debe a su acrecentado y nuevo parque automotor. Muy atrás quedaron esas imágenes de cientos o miles de chinos andando en bicicleta, esperando el semáforo, cruzando un puente montados en elegantes modelos de inspiración inglesa.
Si hiciéramos el proceso de universalización que propone Kant, concluiríamos rápidamente que el modelo de transporte sustentado en el automóvil es impracticable. La solución debería pasar sobre todo por el desarrollo del transporte público, pero la opción de la bicicleta es excelente si la escala de la ciudad lo permite (o combinada con un transporte público en ciudades grandes). Ambas opciones resisten perfectamente el proceso de universalización y adquieren así un auténtico valor moral.
Es muy conocido el hecho de que Kant daba una caminata diaria para realizar ciertos ejercicios respiratorios pero, si bien la bicicleta moderna se inventaría cien años más tarde, es perfectamente posible imaginar a Kant dando su paseo en bicicleta: si algo es bueno para mí o para la ciudad, no sólo puedo hacerlo sino que debo hacerlo, cosas de esta clase poseen un valor moral indiscutible.
(*) Dr. en Humanidades c/m Filosofía. Departamento de Filosofía Fhuc - UNL.
Por Manuel Berrón (*)