Entre el Olimpo y el Hades

Por María del Pilar Barenghi (*)

I

“En el comienzo era el Verbo y el Verbo era Dios y estaba con Dios...”. Categóricamente, impregnado de misterio y sugerencias, Juan, el evangelista, llamado el “discípulo a quien Jesús amaba”, inicia el Prólogo de su Evangelio, escrito alrededor del año 100 de nuestra era.

Siglos antes, un rapsoda conocido como Homero, había recitado o escrito: “Canta, oh musa, la cólera del Pélida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades a muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves....”. Estamos ante el Canto I de “La Ilíada” que anticipa una colosal epopeya. Innecesario nos resulta saber, en esta instancia, si la obra data del siglo VIII o VI a.C., si su autor fue realmente Homero, nacido en Jonia, o si, por cierto, tal rapsoda existió. Lo que nos motiva es el magnetismo de las voces iniciales que enuncian la invocación.

Casi dos mil años más tarde y con la humanidad sobreviviente de guerras, amores y traiciones, un periodista colombiano, luego de peregrinar por distintas editoriales y en situación económica no envidiable, nos hizo saber que: “Muchos años después, frente a un pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo...”. Así, con sencilla ferocidad, García Márquez logra salvaguardarse de todo olvido. Y en el mismo siglo, un académico nacido en el norte de Italia, educado por salesianos, pone en acto el significado del vocablo Semiología, y luego de afianzarse en el terreno de lo teórico con obras de sólida erudición, da un salto hacia la ficción y trasmuta en referencia notable en el arte de narrar. A modo de desafío, en 1988 manifiesta, breve y enigmáticamente: “Fue entonces cuando vi el péndulo”. Y la lectura de “El péndulo de Foucault”, de Umberto Eco, fábula sobre una conspiración secreta de sabios en torno a temas esotéricos, se nos hace ineludible.

II

¿Cómo deslizarnos entre todas y cada una de las expresiones mencionadas? ¿Es posible no sucumbir ante el desconcierto que provoca tremenda y caótica enumeración? Con celeridad, quien esto escribe, se ve forzado, para evitar deserción de lectores, a resaltar que cada uno de los fragmentos citados convergen en un solo y crucial punto de encuentro: el inicio de un texto.

El evangelista se dirige, en su obra, a los cristianos de Asia Menor. Lo hace en su misión de portador de la Buena Noticia. Debe captar el interés de quienes lo escuchan y necesitan fortalecer su incipiente fe. Elige entonces un comienzo que suena a obertura de ópera. Sintético, pero prometedor en su enunciado.

La invocación a la Musa en el caso de Homero, en “La Ilíada”, remite al pedido de protección o la tutela de un ser que trasciende lo humano, para lograr transmitir un relato de dioses, guerreros, esclavas leales y esposas infieles. Insta a la Musa a que sea ella la narradora de la historia y quienes lo leemos, aspiramos a saber si ha sido escuchado.

El vigor con que comienza “Cien años de soledad”, no le va en zaga a la escritura de Juan, el evangelista. Al borde de la herejía, podemos afirmar que la pluma del colombiano oficia de zarpazo sonoro -y escrito- que nos hechiza tal como lo hace Juan al introducirnos en el misterio de la Creación. Y, ¿qué decir de la afirmación inicial del inefable Umberto? Nada sabemos de lo que ha ocurrido antes del momento en el que el personaje se enfrenta al péndulo, pero se nos hace imprescindible averiguarlo. ¿Qué camino elegir? No habrá otro que perseverar en la lectura, letra a letra, hoja a hoja, hasta lograr descubrir lo que ni en sueños intuíamos.

III

La primera página de un texto es un acto fundacional en el que el escritor juega a todo o nada. Es el instante de convertir al lector en cómplice y en interlocutor; en obligarlo a dejar su postura paciente y transformarse en agente. En esa ocasión, el autor entrega parte de una obra que le pertenece pero que no logrará sobrevivir sin el auxilio de ese alter ego que lo lee y también lo escribe. O lo reescribe. Para llegar a la meta habrá que incitarlo; acicatear su curiosidad; perturbarlo, si fuera necesario. Menuda tarea la de las líneas inaugurales de un texto. Cargan con la responsabilidad de provocar el grito que profiere el silencio cuando es desgarrado por la palabra. En ellas se inscribe un doble dictamen: la continuación de la lectura o el regreso del libro al estante, sin concluirla. De la destreza del escritor y de la puesta de manifiesto que elija, dependerán ambas posibilidades. Una podrá llevarlo al Olimpo y sus maravillas. La otra, lo condenará al Hades y sus demonios.

(*) Escritora, bibliotecóloga, diplomada en Humanidades (UNL)