Crónica política

Apuntes sobre el populismo

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Lo dijo una vez un caudillo local populista: “Antes robaban los antinacionales, ahora robamos los nacionales”. Una de las verdades más consistentes y entrañables del populismo está presente en este enunciado. Dante Gullo lo expresó de manera más elocuente y práctica: “Ojalá el proyecto nacional tenga diez, veinte Lázaro Báez”. Lo decía y lo repetía. Cuando algunos lo miraron sorprendidos, como si estuviera hablando en joda, afirmó que nunca había hablado tan en serio. Yo le creo. Hay que creerle.

Como para ponerle un broche de oro a lo que significa una verdadera práctica social del populismo, el señor Héctor Timerman sostuvo no hace mucho tiempo que “la corrupción es un problema de las señoras gordas de la Recoleta”. Podría haber dicho Puerto Madero, pero seguramente apuntó hacia otro barrio para no ofender a algunos de sus compañeros de causa, la mayoría de ellos ostentosos vecinos de ese lugar.

Para el populismo la corrupción es siempre una justificación de sus enemigos para derrotarlos, para derrotarlos a ellos e infligirles sufrimientos inauditos a los pueblos. En este tema, los compañeros recurren a las versiones más vulgares de un marxismo de manual que considera que la corrupción es apenas un débil epifenómeno de las superestructuras, un detalle menor a la hora de juzgar a un gobierno y, en todas las circunstancias, una excusa infame de los enemigos del pueblo para justificar sus asonadas o sus intenciones golpistas.

Convengamos que la corrupción no tiene signo ideológico, pero el rasgo distintivo del populismo es que la justifica. La legitimación es, más que un argumento retórico, una guía para la acción. Cuando Néstor Kirchner y su esposa explicaban que para hacer política hacía falta tener plata, no estaban reconociendo algo que, según se mire, podría ser considerado obvio, sino que estaban anticipando futuras acciones.

“Robo para la corona”, además de una consigna combativa del menemismo, es una fórmula destinada a legitimar la constitución de bandas dedicadas al saqueo salvaje de los recursos públicos. Un hilo consistente e invisible sostiene las prácticas menemista y kirchnerista. No son lo mismo, se diferencian en más de un aspecto, pero a la hora de justificar el robo se parecen como dos gotas de agua.

Alguna vez habrá que escribir acerca de la estafa que los prestidigitadores del populismo perpetran contra la corona. También en este campo la hipocresía está presente. Se supone que siempre es más respetable decir que se roba para una causa, para una corona, para una caja, que para el propio bolsillo, pero la formidable vuelta de tuerca de nuestros populistas es que dicen robar para la corona, aunque en realidad a la “pobre corona” le tiran migajas, mientras que el grueso del botín queda en sus bolsillos, en sus cajas fuertes, en sus bóvedas o en sus plácidos paraísos fiscales.

El populismo roba pero hace. Esta es su gran coartada moral y práctica. Sin embargo, la experiencia enseña que el hacer es dudoso, pero el robar es efectivo. Lo notable, en cualquier caso, es que una de las claves del robo consiste precisamente en hacer, en promover, por ejemplo, obras públicas para capitalistas amigos siempre dispuestos a dejarles a sus jefes políticos suculentas sumas de dinero como retorno del favor. Por ese camino es muy probable que, en la década ganada, los K -el grupo- hayan embolsado entre veinticinco mil y treinta mil millones de dólares. Así se hacen las cosas, así se las arreglan las abogadas exitosas en estos pagos.

El populismo dispone de la insólita habilidad de presentarse como una causa nacional y popular cuando en realidad la causa es siempre personal, familiar o de casta. Su recurso retórico decisivo consiste en desempolvar los rancios argumentos a favor del líder, el caudillo o la jefa. “Los líderes nacen, no se hacen”, decía Perón muy suelto de cuerpo y con la certeza, claro está, de que el favorecido por ese don era él mismo.

Algo parecido pensaban Menem, Kirchner y “La que te dije” de ellos mismos. Lo extraordinario, en este caso, no es lo que ellos piensan de sí mismos, sino lo que las multitudes de imbéciles piensan de ellos. Tal vez uno de los momentos más sinceros de Perón, el momento en que la relación entre el líder y la masa se manifestó con su verdadero rostro, ocurrió cuando hablando desde el balcón de la Casa Rosada en la Plaza de Mayo calificó de estúpidos e imbéciles a los mismos que meses antes calificaba de juventud maravillosa y los convocaba a dar la vida por una revolución cuyo secreto solo él conocía.

No hay líderes sin masas y no hay líder populista sin una masa dócil, manipulable y siempre dispuesta a ser maltratada por sus jefes. Desde la consigna “de casa al trabajo y del trabajo a casa”, a la orden de quemar iglesias y locales partidarios, el populismo siempre se las ingenia para someter a las masas en nombre de un discurso que promete liberarlas. Si dispone de recursos, el populismo reparte y regala, pero para más allá de los argumentos de circunstancia, lo que lo distingue es el afán de someter en todos los casos.

Los rituales del peronismo son tan célebres como repetitivos. El más distintivo y típico es la plaza. La plaza y el balcón. La masa y el líder sosteniendo la parodia de un diálogo donde el único que habla y decide es el líder. La parodia instituye sus propias normas disciplinarias: la ortodoxia, la verticalidad, la lealtad y su principal antagonismo: la traición. El populismo es la única fuerza política en el mundo en la que ser alcahuete no es un estigma sino un honor.

Es un error calificar al populismo como una expresión de derecha o de izquierda, porque el rasgo que lo distingue es su concepción del poder. Los Menem y los Kirchner se diferencian en muchas cosas, pero su visión autoritaria, personalista y patrimonialista del poder es la misma. El ejemplo se hace extensivo a Lula, Ortega, Correa, Morales o Maduro. Llegada la circunstancia, un populista se jacta de ser de derecha o de izquierda, nacionalista o liberal, laico o religioso, centralista o federal, burgués o proletario. Algo parecido decía con su proverbial inspiración verbal un señor llamado Benito Mussolini.

Los caudillos populistas se distinguen por su vocación para inflamar los instintos de las masas. Para ello necesitan inventar enemigos y causas. Su disponibilidad ideológica es amplia, pero el límite es el liberalismo. El populismo es, por definición, antiliberal. Desprecia al individuo, odia la libertad, rechaza los controles al poder. Su odio al liberalismo constituye tal vez uno de sus sentimientos más genuinos y sinceros.

El otro rasgo curioso del populismo es su sentido trágico de la política. O para ser más preciso, su visión sentimental y fatídica, que en la mayoría de los casos se manifiesta como grotesco o sainete. Su género literario preferido es el culebrón y su sentimiento dominante en torno a la presunción de que a la larga o a la corta todo saldrá mal como consecuencia de la perversión de sus obstinados enemigos.

No hay populismo sin farsa. La representación pública no tiene ni debe coincidir con lo que creen los actores. El populista es alguien que actúa, miente y se divierte con sus actos. Es “La que te dije”, con su vestuario millonario hablando de los pobres; es Néstor apoyando a los militares en Santa Cruz y ordenado a un general que baje el cuadro de Videla; es el discurso contra la dictadura y a favor de los humildes, mientras el origen de la fortuna proviene del despojo a las víctimas de las leyes de Martínez de Hoz; es la crítica a la década del noventa por parte de quienes fueron dóciles soldados del menemismo; son los que privatizan y luego nacionalizan; los que ponderan las relaciones carnales y al otro día se transforman en recios militantes antiimperialistas; los que en Buenos Aires ponderaban a Fidel Castro y en Santa Cruz se comportaban como Fulgencio Batista.

Para los pueblos, el populismo es una fatalidad, una desgracia y, en más de un caso, una maldición. No es un producto de nuestros logros sino de nuestros fracasos. El populismo invoca la nación pero anticipa el fracaso de una nación. Su raíz teórica es indigente pero eficaz. Al populismo lo hemos padecido demasiado tiempo. Ojalá sea nuestro último extravío.

Por Rogelio Alaniz

El populismo es una fatalidad, una desgracia y, en más de un caso, una maldición. No es un producto de nuestros logros sino de nuestros fracasos.