EL INCIDENTE LITERARIO
EL INCIDENTE LITERARIO
Escenas de lectura

“Lectura coronada de flores o musa de Virgilio” (1845) de Jean-Baptiste Camille Corot.
Foto: Archivo El Litoral
Santiago de Luca
Cuando leemos, aunque sostengamos sólo con las manos el soporte donde están los signos de la escritura que recorren los ojos, todo el cuerpo lee. Detenerse en los gestos que se apoderan de nosotros cuando leemos un libro es revelador de una especie de gracia, de inteligencia luminosa que atraviesa al cuerpo sin que se lo note. Muchos pintores y fotógrafos han captado ese momento de alineamiento de la posición y las palabras. Leer un libro no es cualquier tipo de escena de lectura. Hay una relación entre el cuerpo y el libro: una determinada posición, sentado con los pies cruzados o abiertos, recostado con la cabeza inclinada o incluso hasta parado. Los movimientos de las manos, la mirada, la ligereza que adquiere la figura como receptáculo de una comunicación con el papel dejan entrever como si el interior del individuo se esbozara en el acto íntimo de sumergirse en los signos que dejó otra persona.
La parte física del complejo acto cultural de la lectura puede ser un arte refinado que se debería cultivar. El espacio, el silencio necesario, la luz adecuada, los talismanes personales, el contacto suave de los dedos con la hoja, la infusión exacta. Todos sabemos que ese microcosmo individual e intransferible y que nos lleva años construir se puede echar a perder con un mínimo detalle hostil. Por ejemplo, la alarma de un auto que suena en este preciso momento. O el ruido de un mensaje de texto (para mayor horror) ya no propio sino de alguien cercano. Sin embargo, el organismo es fuerte y podemos volver a evocar la escena de lectura que nos conviene con un poco de concentración.
No es el mismo gesto que se observa en los rostros de las personas cuando la lectura es sobre el papel o cuando es sobre otro soporte. En un celular se puede procesar información valiosa, pero no es el mismo calor que genera un microondas que el fuego que se desprende de las leñas. Esto lo podemos constatar viendo las personas en el transporte público. Fotografiar mentalmente el gesto de aquellos que leen un libro y los que leen sus mensajes en los celulares puede ser un ejercicio revelador. Con el libro hay algo diferente que se apodera del cuerpo.
Cuando leemos un libro todos los ejes físicos se alinean de una manera comunicativa, los pies, las rodillas, los brazos, las manos, la espalda y la cabeza convergen en la letra. Y hay una tecnología que hoy puede, falsamente, resultar primaria y que hace funcionar la máquina de lectura, pero es insuperable por perfecta. Esta tecnología es el movimiento de los dedos hacia atrás y hacia delante sobre las hojas. Esos mismos dedos que nos permitieron cuando éramos casi monos estar sujetados a los cabellos de nuestras madres, nos facilitan el mundo de la literatura de una forma irremplazable. Los dedos pueden deslizar las hojas en cualquier momento, con suavidad y elegancia, según las necesidades de la memoria.
Claro que en un soporte electrónico también podemos regresar sobre lo leído. Pero no con el mismo gesto físico. No se trata de negar la eficacia, la importancia y el valor de las nuevas tecnologías. Sin embargo, el uso del microondas no anula la cocción que permite el leño y tampoco el resultado es el mismo. El auto que represente el mejor logro de la mecánica no implica el mismo gesto que adquiere el cuerpo al caminar. Hay una quietud que late, una quietud serena y concentrada. El libro es una presencia.
Hay algo grato en el objeto libro que podemos intuir de una forma física cuando vemos a alguien que se durmió, leyendo, sobre un libro. Ver a alguien dormido sobre un libro nos predispone de forma favorable hacia esa persona. En principio, se despierta el sentimiento de que una persona dormida sobre un libro no puede ser muy mala. Claro que los sentimientos a veces engañan. Pero esta sensación sí es el resultado o el efecto de la escena de lectura que nuestro cerebro reproduce. Además, y sobre todo en estos tiempos, la lectura de un libro en papel tiene que ver con el placer. Un placer trabajado, una lentitud aislada, una posición corporal conquistada. Mientras tenemos el libro en nuestras manos, estamos protegidos de nuestro destino.
Los pintores han sospechado que ese instante de lectura, cuando ya no somos conscientes de que leemos, esconde algo que merece ser captado o sugerido. En el cuadro “Lectura coronada de flores o musa de Virgilio” (1845) de Jean-Baptiste Camille Corot, tenemos una mujer detenida en el instante de la lectura. Vestida de azul, sentada en una roca, tiene la cabeza ligeramente apoyada sobre la mano derecha y la mano izquierda sobre el libro permite apreciar el dedo que al pulsar los versos sigue la lectura. Y, finalmente, acompañando el ritmo interior de la lectura, podemos distinguir un pie descalzo que está en relación con las manos y la cabeza. Gracias a los grandes maestros de la pintura podemos apreciar cómo ingresa la literatura en el cuerpo.
La parte física del complejo acto cultural de la lectura puede ser un arte refinado que se debería cultivar. El espacio, el silencio necesario, la luz adecuada, los talismanes personales, el contacto suave de los dedos con la hoja, la infusión exacta.