editorial

  • Los términos en que Cristina Kirchner reapareció públicamente, convirtiendo un trámite judicial en acto político, ratifican una pauta personalista y facciosa, pero con afán totalizador.

Una visión distorsionada

La reaparición en el espacio público de la ex presidente de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, produjo un innegable impacto en la escena política y abrió un fuerte debate en diversos planos. Entre ellos, si se trata de una revitalización del supuestamente alicaído -y hasta dado por muerto- movimiento que encabeza; si la impactante multitud congregada es o no representativa de un sector considerable de la población -cuánto hubo allí de genuino, cuánto de rentado-, y cuál es el efecto sobre el gobierno de una manifestación de este tipo. Naturalmente, el interrogante natural es cuál será también el efecto ante la Justicia y, a la vez, qué se buscó exactamente con ésto.

Alguna respuesta fue ensayada por la propia dirigente en el desarrollo de su extenso e inflamado discurso, una pieza de oratoria que se había convertido en insumo cotidiano de la opinión pública y que también reapareció en la intensa jornada del 13A. “Tengo los fueros del pueblo”, definió, convirtiendo la metáfora en una fiel representación de la concepción que alentó toda la gestión del kirchnerismo, y que la ex mandataria no considera afectada por la reciente derrota electoral: un respaldo masivo y mayoritario, que ella entiende totalizador, es suficiente para erigir al líder por encima de los demás, pulverizar las críticas y disidencias, flexibilizar el ajuste a las leyes y el respeto a las instituciones hasta el punto de soslayarlas, y preservarlo de los embates que, sistema de contrapesos constitucional mediante, los representantes de los distintos poderes republicanos se atreven a llevar a cabo.

La manifestación y el discurso del miércoles pasado, su contexto y su fase preparatoria, demostraron también la vigencia de la deplorable “grieta” en la población, abierta, ensanchada y explotada en la última década, e inmune a exhortaciones bienintencionadas o cínicas a cerrarla o saltar por sobre ella.

Por el contrario, la ocasión convirtió a un trámite judicial -que podrá ser opinable, e inscribirse en una cuestión también opinable como las operaciones de venta de dólar futuro, pero que en cualquier caso deben respectivamente concretarse y dilucidarse- en parte de un ataque ideológico, perteneciente a una suerte de ofensiva regional contra los autodenominados “movimientos populares”, e inscripto en un marco teórico que los asimila aviesamente a la corrupción. Cuando en rigor, la ausencia de bloqueos éticos, legales o políticos para acciones sospechadas, y la intolerancia a cualquier control previo, simultáneo o posterior, es lo que realmente desmerece y descalifica las sobreactuaciones de indignación moral y la mezcla de victimización y épica con que se las complementa, como eficaz cortina de humo para ocultar su verdadera naturaleza.

En ese contexto, no resulta extraño que militantes de una agrupación interna hayan hecho las veces de agrupación parapolicial para controlar un espacio público, o que la decana de una facultad de periodismo resuelva suspender las clases para que -nada menos- los estudiantes corran a embanderarse con un proyecto partidario. Al respecto, conviene recordar que la misma funcionaria kirchnerista -además, actual concejal- es la que usó la institución para condecorar a los Castro y a Chávez como defensores de la libertad de prensa.

Una malversación de los valores esenciales que sustentan la profesión, que sólo puede ser concebida en el marco de la visión distorsionada del fanatismo militante, y que volvió a emerger ahora, como una amarga regurgitación.

“Tengo los fueros del pueblo”, definió, convirtiendo la metáfora en una fiel representación de la concepción que alentó toda la gestión del kirchnerismo.