Crónicas de la historia

Lo llamaban Manuel (3)

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Decía, en la entrega anterior, que después de Cancha Rayada, la revolución se sostiene gracias al coraje político de Manuel. Es en esas circunstancias que crea el regimiento conocido con el nombre de Húsares de la Muerte. En pocos días, el orden favorable a los patriotas logra imponerse, y cuando San Martín y O‘Higgins llegan a Santiago la situación ya está controlada.

El historiador Vicuña Mackenna escribirá luego: “Rodríguez fue en Santiago antes que en Maipú, lo que había sido en Chile antes de Chacabuco: un precursor. Por eso, sus servicios y su nombre serán bendecidos y su memoria esculpida cuando haya justicia retributiva para todos. Rodríguez fue el Lautaro de la leyenda antigua, cuando puesto en medio de las rotas filas de los suyos, dio el primer grito de embestida y de victoria”.

De todos modos, las rencillas con O’Higgins continúan. A fines de marzo de ese año, O’Higgins ordena la disolución de los Húsares de la Muerte, orden que Manuel no acata. El 5 de abril se libra la batalla de Maipú con el conocido resultado a favor de los patriotas. Curiosamente, Manuel no participa en ella. Tres días después son fusilados en Mendoza Juan José y José Luis Carrera. Se dice que a la orden la dieron O’Higgins y Monteagudo; otros mencionan a Toribio Luzuriaga, gobernador de Mendoza e incondicional de San Martín. A favor de éste, se habla de una carta dirigida a Luzuriaga pidiendo que indulte a los Carrera.

La noticia de los fusilamientos de los Carrera llegan a Chile y Rodríguez pone el grito en el cielo. Los Carrera son sus aliados políticos y sus amigos de la infancia. Amistad y palabra empeñada, son dos valores que Manuel respetará siempre al pie de la letra. Una semana más tarde, el Cabildo de Santiago moviliza a los carreristas contra O’Higgins. Un grupo de capitulares se apersona en la casa del Gobernador para presentarle un petitorio. En esas circunstancias, Rodríguez al frente de sus Húsares ingresa al patio del palacio a los gritos y con despliegue de armas. O’Higgins que sigue siendo el político más poderoso de Chile ordena la detención de Manuel y Gabriel Valdivieso. La orden se cumple y los presos son conducidos al cuartel de San Pablo. Rodríguez se entrega sin prestar resistencia. Para él, lo que está ocurriendo es apenas un juego, un juego en el que va a perder la vida, pero por el momento ignora esas consecuencias.

El drama empieza a encarnarse. Rodríguez en su momento rechaza la oferta de una embajada en los Estados Unidos de Norteamérica. A él no se lo van a sacar de encima así nomás. Lo que ignora es que en ese mismo momento la Logia se ha reunido y con los votos de Monteagudo, Alvarado y Navarro -un español alineado con los patriotas- decreta su pena de muerte. Por supuesto, los logistas saben que esa ejecución deberá hacerse sin juicio previo, porque la popularidad de Manuel haría inviable cualquier posibilidad legal de castigo.

La orden de muerte se la dan en primer lugar al general Gregorio de las Heras, pero el bravo militar se niega a ser el verdugo de Rodríguez. Mientras tanto, en la cárcel, Manuel sigue haciendo de las suyas. Amigo de los soldados y los presos, se las ingenia para mandar cartas incendiarias a sus seguidores. Y se asegura que de noche sale a escondidas y se queda hasta la madrugada en alguna residencia jugando a las cartas o haciendo el amor con alguna niña de la sociedad o bailando en los fandangos que se organizan en los suburbios de Santiago.

El 25 de mayo de 1818 comienza la cuenta regresiva. Los soldados, al mando de Antonio Navarro, lo sacan del cuartel. Dicen que su destino será Valparaíso y de allí al extranjero. La partida sale rumbo a Quillota por la cuesta de La Dormida. “Sólo sé que ausente está/ que lo llevan maniatado/ que clavado a la montura se lo llevan lejos de la capital./ Sólo sé que el viento va jugueteando en sus cabellos/ y que el sol brilla en sus ojos cuando lo conducen camino a Til Til”.

A la altura de San Ignacio, la tropa se detiene en una posta. Don Manuel Benavente se acerca a la partida, saluda a Manuel y se las ingenia para pasarle un papel en el que dice “Huya que le conviene”. Manuel cabalga con las manos atadas adelante; conversa con los soldados y sonríe como si fuera a un paseo o como si presintiera lo que le va a pasar, pero no le importa.

“Dicen que es Manuel su nombre/ y que se lo llevan camino a Til Til/ que el gobernador no quiere ver por la cañada su porte gentil/ dicen que en la guerra fue el mejor, y en la ciudad/ deslumbraba como el rayo de la libertad”. La realidad empieza a confundirse con la leyenda.

En las inmediaciones de Til Til, cerca de lo que se conoce como la Cancha del Gato, Navarro le propone a Manuel llegar al pueblo y quedarse a la noche para disfrutar de un baile. Manuel acepta. Lo demás es historia conocida. Cuando Manuel le da la espalda, Navarro desenfunda y le dispara un tiro que lo hiere en el cuello. Manuel cae herido y conociendo la calaña del personaje le dice: “Navarro, no me mates, toma este anillo y con él serás feliz”. El sargento Pena y el soldado Pedro Agüero lo rematan. Al cadáver lo tiran a la zanja y Navarro prepara un informe en el que dice que Rodríguez intentó asesinarlo y escapar. Los hechos ocurrieron el 25 de mayo de 1818. Manuel Rodríguez tenía treinta y tres años. “Ya no sé si volveré/ a verlo libre y gentil/ sólo sé que sonreía camino a Til Til”.

La noticia de la muerte de Manuel cae como una bomba en Santiago. Nadie cree en la teoría de la fuga y todos los ojos miran a O’Higgins y San Martín. Militares como Guillermo Miller y Samuel Haigh condenan lo sucedido. “Lo asesinaron... ni siquiera fueron capaces de montar un fusilamiento hipócrita...”. En las paredes de Santiago, manos anónimas pintan consignas. Una de ella sobrevivió a los años: “Manuel... fuiste el gran guerrillero/ si en el cielo pasan lista, debes ser el primero”.

Vicuña Mackenna se referirá a él en estos términos: “Rodríguez era la encarnación del pueblo chileno, era el guerrillero de los campos, era el tribuno de la plaza pública, era el ‘roto’ de los ‘rotos’, el huaso de los huasos, el símbolo del Chile democrático. Nadie como él sabía llevar el poncho del jinete, nadie más brioso, más elocuente, más inspirado, cuando de pie sobre las gradas arengaba al pueblo con esa elocuencia moral que se anida en el pecho de los que tienen fe en el pueblo y se asimilan a él en los días de angustia, cuando los grandes señores andan pálidos y abatidos por lo súbito de las catástrofes. Era el símbolo criollo de la revolución, era Chile, era la encarnación genuina de la patria con todas sus grandes pasiones, sus desvíos juveniles, su belleza, su cólera majestuosa, su pujante e invencible voluntad. Si San Martín fue el libertador de Chile, Rodríguez fue su redentor”.

Otro poema se refiere así a su muerte. “¡Soldado! Toma pronto el caballo y ve a Santiago/ busca una casa de teja que queda al otro lado del puente de Cal y Canto/ toca su viejo portón y saldrá a abrirte una moza que tiene los ojos claros./ Te preguntará por él/ dile que lo mataron./ Dile que no le han dado sepultura/ y que camino a Til Til su cuerpo está tirado./ El soldado partió al alba/ llegó al anochecer/ y esta noticia trajo/¡Capitán, mi Capitán!/ llamé al viejo portón / y salió a abrirme la moza que tiene los ojos claros./ Cuando le di la noticia/ sonriéndome desdeñosa/ me dijo que la engañaba/ que aún no estaba en el mundo/ la mano que lo matara./ Pero tú ves que está muerto Manuel Rodríguez, muchacho./ Capitán, aquí está muerto, pero está vivo y guerreando/ allá en esos ojos claros”.

Casi doscientos años pasaron de la tragedia de Til Til, pero la vida y la muerte de Manuel siguen provocando asombro. No es casualidad que los poetas le hayan escrito y cantado poemas y canciones tan hermosas. Era valiente, atrevido, insolente. Los hombres lo respetaban y las mujeres lo amaban. Quisieron borrarlo de la historia pero la leyenda fue más fuerte. La estatua que años después se levantó en memoria de los Carrera lleva la siguiente inscripción: “Agradecidos por sus servicios, compadecidos por sus desgracias”. Seguramente el pueblo chileno podría escribirle a Manuel palabras parecidas.

Por Rogelio Alaniz

Era valiente, atrevido, insolente. Los hombres lo respetaban y las mujeres lo amaban. Quisieron borrarlo de la historia pero la leyenda fue más fuerte.