“EL CIUDADANO” CUMPLE 75 AÑOS

Un toque de genialidad

La obra maestra de Orson Welles tuvo su première en New York el 1º de mayo de 1941. No fue bien recibida. Pero en las décadas posteriores se la reconoció como una bisagra en la historia del cine. Y consagró a “Rosebud” como uno de los términos usuales del imaginario cinéfilo.

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Charles Foster Kane, un empresario periodístico que llegó a ser poderoso, muere en soledad. Un grupo de cronistas intenta descifrar el enigma de su vida a partir de su última palabra: “Rosebud”.

Foto: RKO

 

Juan Ignacio Novak

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“No importa cuántas veces hayas visto la obra maestra de Orson Welles, siempre parece la primera”, escribió Owen Gleiberman, crítico del Entertainment Weekly. Éste es uno de los motivos por los cuales numerosos ciclos de cine siguen incluyendo a “El ciudadano” en su programación a 75 años (se cumplirán mañana) de su estreno en New York. El otro es el aporte inconmensurable que hizo este film al lenguaje cinematográfico (debidamente apuntado por André Bazin), equivalente al que en tiempos del cine mudo lograron David W. Griffith y Sergéi Eisenstein. La realidad indica que varios de los recursos que utilizó Welles, como la profundidad de campo y el plano secuencia, no eran inéditos en el momento en que se rodó “El ciudadano”. Pero sí que su potente imaginación visual logró resignificarlos.

Para la ejecución de sus ideas novedosas, Welles eligió la historia de Charles Foster Kane, un empresario periodístico que alcanzó la cumbre a principios del siglo XX. Cuando éste muere en su mansión, un grupo de cronistas quiere reconstruir su vida a partir de su última, enigmática frase: “Rosebud”. Para eso envía a uno de sus hombres a entrevistar a las personas que lo conocieron íntimamente: su secretario, su última esposa, su mejor amigo, su mayordomo. Así, a través del relato de cada uno, cobra forma la frondosa figura de Kane, que en su desdicha remarca que la riqueza, por fabulosa que sea, no evita la soledad. No es, sin embargo, el contenido, sino la forma lo que garantiza la perpetuidad de “El ciudadano”. La fotografía aquí no sólo no es “invisible” como proponían muchos, sino que incluso llama la atención sobre sí misma. Como señala André Bazin en su ensayo “La evolución del lenguaje cinematográfico”, “gracias a la profundidad de campo, escenas enteras son tratadas en un plano único, permaneciendo incluso la cámara inmóvil. Los efectos dramáticos, conseguidos anteriormente con el montaje, nacen aquí del desplazamiento de los actores dentro de un encuadre elegido de una vez por todas”.

A la luz de sus logros cinematográficos -reconocidos mucho después de su estreno, en una mirada retrospectiva en la que mucho tuvieron que ver los críticos franceses-, su alusión al magnate periodístico William Randolph Hearts es un dato anecdótico que se acopló al mito. Molesto por lo que consideró una sátira de sus conductas excéntricas, el empresario inició un ataque sistemático a “El ciudadano” a través de sus diarios, que si bien afectó al film en el corto plazo, a la larga quedó ahogado en la constante reinvindicación de crítica y público. Como dice Homero Alsina Thevenet: las “calidades nuevas” del film, relacionadas con “la forma narrativa, el tratamiento de escenografía, fotografía y montaje”, le permitieron imponerse.

Welles y su tren

“Mi gran aporte a ‘El ciudadano’ fue la ignorancia”, manifestó una vez Orson Welles. Es posible, ya que el film marcó su primera incursión, con sólo 25 años, en la industria del cine. Con la que mantendría desde entonces una relación turbulenta, de mutua desconfianza. Pero, como casi todas las de Welles, esta frase debe ser leída a partir del perfil de quien la pronuncia: un artista que hizo culto tanto de su personalidad fascinante como de sus maniobras de tergiversación, a la manera de un genio maldito. “Él mismo es un tópico magistral, imponente”, escribió la crítica Pauline Kael. También era cinéfilo a ultranza. Antes de iniciar la preproducción de “El ciudadano” se “entrenó” viendo “La diligencia” (Stagecoach, 1939) de John Ford cuarenta veces. Y un adorador de otros medios artísticos como la radio (basta recordar su polémica emisión de “La guerra de los mundos”) y el teatro. A tal punto que, para “El ciudadano”, se rodeó de los actores que lo habían acompañado en el Mercury Theatre: Joseph Cotten, Everett Sloane, George Coulouris y Agnes Moorehead.

Es conocida la metáfora de Welles para definir al cine: “El tren eléctrico más fabuloso con el que le habían dejado jugar en toda su vida”. Y esa postura lúdica se percibe en “El ciudadano”, que en cierto modo es la cristalización del divertimento de un hombre consciente de que su obra tiene vocación de eternidad, de que su ruptura de las reglas tendrá eco, aunque sea tardío, en propios y ajenos. Aunque después lo haya negado, claramente sabía que su trabajo iba destinado a revisarse como la obra de un innovador.

Jorge Luis Borges lo intuyó. En la Revista Sur de agosto de 1941 escribió: “Me atrevo a sospechar, sin embargo, que ‘Citizen Kane’ perdurará como perduran ciertos films de Griffith o de Pudovkin, cuyo valor histórico nadie niega, pero que nadie se resigna a rever. Adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio. No es inteligente, es genial: en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra”.

9 nominaciones

  • al Oscar obtuvo “El ciudadano”, que logró únicamente la estatuilla correspondiente a Mejor Guión Original, que quedó en manos de Herman J. Mankiewicz y Orson Welles. Ese año, los premios mayores fueron para “¡Qué verde era mi valle!”, de John Ford.