Carpintería y manualidades

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Hace mucho mucho tiempo, en un país lejano, muy lejano, a los niñitos y niñitas nos agasajaban con hermosas lecciones de género: nosotros debíamos hacer “carpintería” y ellas “manualidades” (y no diré más); y todas esas producciones se concentraban en dos fechas: los días del padre y de la madre. ¡Marche un posapava!

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO ([email protected]). DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI ([email protected]).

 

Con solo mirar mis manos de entonces, las del medio y las de ahora, un carpintero avezado se daría cuenta que la carpintería y yo somos dos realidades que se excluyen mutuamente. Dos polos que se repelen: la carpintería, enterada de un vistazo que Néstor Fenoglio se acercaba (no por propia voluntad, lo aclaro), me dio la espalda en un solo, sabio y soberano acto; y Néstor Fenoglio hizo lo mismo con ella, que a quién le ganó esa... Las chicas se entretenían (y no diré más) con “manualidades”, una difusa caja de Pandora en la que podía entrar cualquier cosa, según el perfil y las habilidades de la “maestra de actividades prácticas”, algunas de ellas (las actividades, no las maestras) decididas y rotundamente poco prácticas. Tejido a dos agujas, crochet, costura, bordado eran algunas de las sesgadas enseñanzas que “correspondían” a las niñas.

En carpintería, en cambio, las producciones apuntaban -ya se encare para el lado del padre en junio o de la madre en octubre- a pequeños accesorios, como la casita para poner la caja de fósforos, un cenicero (te regalo, por cuestiones de salud, la coordinación con biología o ciencias naturales), un revistero, un posapava, un colgador para repasadores, un portallaves, ¡una reposera!

La casita de madera, por ejemplo, no era complicada para el resto de los alumnos (para mí fue una tortura), porque era pequeña, había que pegarle o clavarle (no me pidan precisiones: no las tengo, uno tiende a borrar los sufrimientos) un techito y aplicarse con el balconcito que servía para poner la caja de fósforos. Hasta allí, un pegoteo. Pero el profe quería sangre: había que hacerle un laqueado a la madera para darle realce a la obra. Y encima quemarle los bordes, para generar un elegante estilo.

El porta repasadores o como se llame esa cosa reclamaba además o ganchitos que se atornillaban o broches para la ropa que se pegaban.

El posapava, según el modelo elegido, podía resolverse en una sola pieza de madera en forma de pescado (pescado con mates: un hallazgo), de hoja (qué manera de renegar con los rebordes) o un redondel. Pero también se lo podía complicar con esos listones de madera con los que se hacía un enrejado. Yo tenía un profesor de carpintería al que le gustaban los desafíos, taquelotiró.

Pude completar no sin angustia y zozobra un revistero: una cosa que incluía agujeros por los que pasaba un cordel. El día del padre se lo entregué a mi progenitor, un tipo tan o más hábil con las manos que el carpintero. Ya lo miró de costado, de entrada, creo que agradeció, no pudo evitar el gesto de desprecio o estupor (no me pidan precisiones) por semejante objeto. Menos mal que no estábamos en Esparta, porque intuyo que tanto el objeto como su fabricante hubiesen sido impiadosamente lanzados desde el monte Taigeto.

En séptimo, y después de tres o cuatro años de “carpintería” (las comillas denotan por un lado el respeto que tengo por la profesión y por el otro la advertencia de que yo no accedía a ese noble oficio, ni a sus barrios más alejados...), el profesor creía que estábamos preparados para hacer una reposera; un mueble de mayores dimensiones, que requería todo el primer semestre de trabajo. Y que además exigía, además de una estructura sólida, combinar con lona.

Está bien: lo intenté. Creo que el profesor carpintero se apiadó de mí, por lo menos en el armado de la reposera, para que al menos resistiese el primer reposo, hasta que rápidamente el esperpento reposase para siempre en el cuartito del fondo y más adelante sus desangelados soportes alimentaran el fuego de algún asado dominguero.

En el secundario, felizmente, no había que ejecutar ninguna de estas obscenidades. Nunca más en mi vida clavé siquiera un clavo, por respeto a la carpintería y a mí mismo. Como corresponde, urbanamente, llamo al carpintero y pago con gusto lo que el señor estime. Y eso es todo, amigos: ¡feliz día para todos los papis!