EL INCIDENTE LITERARIO
EL INCIDENTE LITERARIO
Los ruidos y las palabras

En el cuadro “El grito”, de Edvard Munch, el sonido ahueca las mejillas del hombre que está gritando y un remolino de pinceladas sugiere el lenguaje de las onomatopeyas y las interjecciones
Foto: Archivo El Litoral
Santiago de Luca
Si uno realiza el esfuerzo de acercarse a las palabras y verlas de cerca constata que no existen los sinónimos. Cuando no es una pedantería verbal, hay diferencias entre rojo, bermejo, escarlata, carmesí o bordó. Si quien emite el supuesto “sinónimo” no siente la diferencia, siempre será suficiente con decir rojo. Pero no hay sinónimos, no existen los equivalentes totales, ya que si hay palabras diferentes es porque aportan algo diferente. A su vez, en la literatura, se hace más evidente la falacia del sinónimo porque además del sentido de las palabras están sus ecos y evocaciones sonoras. El escritor no trabaja con sinónimos ni con diccionarios, trabaja con realidades verbales, palabras objetos que se “evalúan” con la mente pero que se pasan por el cuerpo. Nunca se escribe bien una palabra a la que se llega por primera vez. El tiempo la tiene que trabajar en la personal digestión de cada individuo. No se trata de hablar o escribir con palabras difíciles o con palabras fáciles. Hay que usar las palabras que se han ido incorporando con el tiempo y que se sienten como algo natural y, sobre todo, que sirven para decir lo que se quiere.
Se suele creer que las onomatopeyas se acercaran más a la cosa que representan, que son menos arbitrarias porque imitarían aquello que reproducen. En el verbo “piar” habría algo del pío que hacen los pájaros, de su ruido natural. Pero, si fuera completamente adecuada la onomatopeya a su objeto, tendríamos equivalentes y sinónimos de una lengua a otra. En francés, por ejemplo el pío pío de las aves se dice cuicui, en inglés tweet-tweet y en alemán tswit, tswit. O el sonido de una bofetada, ¡paf!, en inglés se sugiere con la palabra slash. Cada lengua tiene su manera de asir los ruidos del mundo. A estas formas lingüísticas, encargadas de imitar el sonido, con los límites del lenguaje, se las llamó onomatopeyas. Desde un punto de vista etimológico, la palabra onomatopeya está compuesta por dos términos, onoma, nombre, y poiein, crear o imitar.
Y, porque no hay sinónimos y no todos los sonidos son iguales, cada animal tiene su verbo, en parte onomatopéyico, que hace referencia a su exclusivo ruido. Por esta razón, aunque todos los animales provoquen sonidos, podríamos decir que sólo los leones rugen, las ranas croan, los gatos maúllan, los elefantes barritan, las gallinas cloquean, los patos graznan, las vacas mugen, las ovejas balan, los perros ladran, las lechuzas ululan, los caballos relinchan, los burros rebuznan, los gatos maúllan, los chanchos gruñen, los lobos aúllan, las ratas chillan, los toros braman... y la lista sería muchísimo más larga si nos ponemos a observar, no la naturaleza, sino lo que el lenguaje ha dicho sobre ésta. ¿Y los hombres y mujeres? Además de hablar, gritar y emitir una gama amplísima de ruidos, hacen algo más sutil, callan. Una cosa más compleja de representar con las palabras.
También hay ruido en las interjecciones. Estas partículas se mezclan en la parte más profunda de nuestra identidad, son nuestra manera codificada de expresar la ira, la pasión o el dolor. Estas pequeñas palabras, desconectadas de la lógica del resto de la oración que se enuncia, están cargadas de afectividad y no representan “a las cosas”, son las “cosas.” Desde nuestro criollo ¡Epa!, pasando por el madrileño ¡Guau! hasta el muy norteamericano Wow! estas palabras pueden ser un exceso en literatura, que nos hagan perder nuestra creencia en lo que leemos (no hay que exagerar su utilización) o pueden ser el toque exacto que carga de electricidad el verso como es el caso de la interjección “ay!” en el tango “Los mareados” escrito por Enrique Cadícamo: “¡Qué grande ha sido nuestro amor!/ Y sin embargo, ¡ay!,/ mirá lo que quedó”. En las interjecciones está la huella del grito. ¡Ay! La Real Academia Española las define como clase de palabras que expresan alguna impresión súbita o sentimiento profundo. En la interjección, hay algo que se intercala. El chasquido de la lengua quiere prolongarse en lo que se dice. Muchas veces no se trata de las palabras y las cosas, sino del grito y las cosas, ese grito que abre el mundo, que entra en la cosa. La gramática del grito. El dolor regulado por las sílabas.
La vida sería insoportable sin interjecciones. ¿Cómo no gritar “ay” cuando uno se quema con el café por la mañana? En el cuadro “El grito”, de Edvard Munch, el sonido ahueca las mejillas del hombre que está gritando y un remolino de pinceladas sugiere el lenguaje de las onomatopeyas y las interjecciones. Cuando nos abandonan las oraciones perfectas y las simetrías gramaticales porque un huracán envuelve el lenguaje, siempre queda el refugio de estas palabras, diminutas y fragmentarias -¿eh?, ¡uy!, puf, ay, bah-, pero densas, cargadas de historia y de nuestro sistema nervioso.
Sin embargo, para acercarnos al incidente literario, podríamos pensar que la literatura imagina una onomatopeya que no existía, un grito particular de un personaje, y que mucho tiempo después aparece en la realidad y después nos transfiere su emotividad cuando la empleamos. Grito sobre el grito. Imponer una pasión a la existencia con las palabras para llegar luego a un mejor silencio porque entre “ay” y “ay” algo se escapa. El lenguaje es imperfecto, tallado por los tertulianos de los bares y no por los gramáticos. Y sin embargo, es la madera que tiene el escritor para trabajar sus ruidos.