Tribuna de opinión

En torno a 200 años

Por Roberto Rodríguez Vagaría

Si pensamos que la patria y el país cumplen 200 años le estaríamos quitando siglos, ignorando los difíciles, aislados, comprometidos períodos de una entidad afirmada por los Habsburgo y los Borbones, que a fuerza de la lejanía y el baldío configuró una raíz que nos es propia, que moldeó patriotas que sabían que defendían en las campañas antibraganzas (en la Banda Oriental), antibritánicas y antimetrópolis, después.

Una criollidad mestiza, mulata, hispana, indígena, que se entendía en una lengua popular trasatlántica plagada de los dimes y diretes del andaluz, el extremeño y el murciano, descendiente directa de los andaluces caminadores fundaciudades, con la excepción de Buenos Aires, refundada por “paraguayos” al mando de un vasco que cumplía órdenes de la Corona. Mechada por judíos conversos doblemente arrepentidos y regresados en recogimiento discreto al shabat.

Eso éramos y en nuestra piel permanece todavía.

Una sociedad marcada por la austeridad, las distancias terrosas y marinas y una religiosidad personalizada, íntima, individual, que portaba por sola bandera a la Virgen del Pilar, más que a los Evangelios.

Recordados patriotas de 1816 son nacidos y formados en esa pre-Argentina amanecida, en deuda con Carlos III y enfurruñada por el monopolio comercial, que los hacía comerciantes encorsetados, antes que republicanos homogéneos; localistas, más que federales y sobre todo, parricidas.

Una sociedad que se dio en muy pocos años un cambio de expectativas notable, entre 1790 y 1810, entre la contradicción del significado de la Revolución Francesa y el Imperio Napoleónico, como búsqueda dialéctica de síntesis. Sin duda facilitado por el lema infame de Fernando VII: “¡Vivan las cadenas!”. El mismo que, seguramente, reconvirtió a José de San Martín, de oficial de la Corona, en su enemigo militar.

La opción frente a la Santa Alianza, que era la síntesis de un conservadurismo legitimista cristalizado, fue un liberalismo sin brújula en el que el Norte, terminó siendo el Sur y la Independencia, la guerra civil.

Asombra y admira la voluntad de concretar la Campaña Libertadora, ciertas ideas troncales en 1813 y 1816, y escuece el sectarismo y la discapacidad ideológica para pulir síntesis, conclusiones prácticas y obviar los filos a la yugular, desde aquel Tucumán hasta Caseros.

Esa sociedad, todavía “colonial”, primaria, careciente, sobrealimentada de sangre, analfabeta por cuantía, necesitó 40 años sin propósitos claros, para comprender la necesidad del Acuerdo de San Nicolás.

Hacia la Argentina moderna

Los parteros de la Argentina moderna -Urquiza, Alberdi y Sarmiento- provenían de campos enfrentados y excluyentes. Por eso, su síntesis los engrandece y todavía zamarrea las solapas del siglo XXI.

Los tres nacidos en el siglo XIX. Son la verdadera transición hacia la modernidad que prometía la Independencia. Mucho más que los entusiastas que la proclamaron. Porque la “colonia” no fue una cuestión institucional, sino una mentalidad sin modificaciones y acrisolada en los siglos XVII y XVIII por sus peores senderos, sin valorar ni beneficiarse del continente de la Paz de Westfalia (1648) y el racionalismo enciclopedista. La modernidad y la libertad religiosa nos estarían vedadas. La libertad política no; la igualdad o la integración serán el problema nuclear. La ciencia, la víctima.

Aquella sociedad argentina que contiene aun a tantos fue modificada abruptamente por los dos transformadores del país, que resolvieron modificar de cuajo el final del siglo XIX e imaginar el siglo XX desde veredas distintas: Julio Roca e Hipólito Yrigoyen.

La Argentina verdadera era por 1880 todavía un país de analfabetos, subdesarrollado, vacíos sus espacios, incomunicado, con dos sociedades criollas superpuestas: una clerical, de matriz autoritaria, con insuficiente cultura del trabajo, amiga de la iniquidad de las vaquerías y capaz de creer que tenía una industria textil en peligro. Estaba más cerca de las argucias de 1816 que de las oportunidades de la primera globalización. La otra, de la Libra Esterlina, la de los excedentes demográficos de la paz europea, el ferrocarril y el comercio mundial.

Roca y tantos otros son los autores de una Argentina esplendente y atractiva. Sobre todo para inmigrantes europeos campesinos y artesanos, comerciantes y académicos. Para lo cual se funda la Argentina tolerante y capitalista.

No daban espacio para la Argentina democrática. Tampoco los que llegaban procedían de esa tradición.

Se concluye así un cambio en la ocupación territorial, en su demografía, su etnia, sus valores, sus metas, que se refuerza con el reformismo de la UCR, que sólo existió por la voluntad de H. Yrigoyen, más que por el testimonio vital de Alem y la sorprendente administración exitosa de Alvear, el primer presidente realmente “moderno”.

La sociedad que hoy somos

Ni Roca ni Yrigoyen vieron la sociedad y el país que habían creado: la sociedad de los años 30.

Allí se configura el argentino que somos. Esa década, por sí sola, por su impulso y vitalidad desatada, configura la nueva sociedad de los argentinos: a) su impronta cosmopolita; b) la europeización de la cultura y los rostros y una marcada italianización de la sociedad; c) la dificultad de la convivencia política; d) la vulnerabilidad ante el facilismo totalitario internacional; e) la creatividad; f) el deportivismo futbolero profesional; g) el distanciamiento entre lo provinciano y lo capitalino (campo vs. industria-taller); h) una sociedad que piensa que la Argentina fue fundada con la llegada de su padre y no con su larga historia; i) una sociedad sin primos, sin abuelos, sin tíos que han quedado lejos y de los que no se habla, ni se permite hablar a los que saben quiénes fueron sus bisabuelos; j) una sociedad que empieza a creer en la meritocracia; k) como reacción inesperada al cosmopolitismo reaparece el militarismo y la paternidad del Ejército y un general emblema: San Martín.

La sociedad Argentina terminó de modificase en la década del 40 y ya no tuvo consenso una idea fundante, cotidiana y compartible: igual a 1816. El proyecto peronista y el credo antiperonista no tuvieron síntesis posible ni muertes evitables.

En la segunda mitad del siglo XX, todavía percibimos la misma sociedad de nuestros abuelos de la década del 30, la que se revuelve, retuerce, lucha, autolimita y regresa a los filos y al estancamiento relativo que el avance material y ético de otros pueblos nos lo hace obvio.

Fuimos capaces de muchas excelencias de cara a los congresales de 1816 y como ellos pasamos, en el XIX y el XX, por una sociedad caníbal, antes que por un proyecto nacional compartible.

Ahora, renovamos la ilusión en un país de ilusionistas y de utópicos infantiles con tribuna y auditorio. Dos millones y medio de compatriotas se cansaron de frustraciones y se mudaron al desarrollo.

A los independentistas de 1816, a sus sueños, sus esfuerzos sobrehumanos, sus esperanzas, en la era de la hipertecnología y las interdependencias posibles y realistas, simétricas y asimétricas, regalémosles nuestra responsabilidad personal y la cohesión social, aun ausente, en una muestra de coraje civil, como el que ellos tuvieron.

Los parteros de la Argentina moderna -Urquiza, Alberdi y Sarmiento- provenían de campos enfrentados y excluyentes. Por eso, su síntesis los engrandece y todavía zamarrea las solapas del siglo XXI.

 

A los independentistas de 1816, a sus sueños, sus esfuerzos sobrehumanos, sus esperanzas, en la era de la hipertecnología y las interdependencias posibles y realistas, simétricas y asimétricas, regalémosles nuestra responsabilidad personal y la cohesión social, aun ausente, en una muestra de coraje civil, como el que ellos tuvieron.