Apacibles tóxicos

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Por Carlos Catania

“Es preciso optar entre vivir la propia vida, plenamente, enteramente, o arrastrar una existencia falsa, superficial y degradante, que el mundo, en su hipocresía, exige”. Oscar Wilde

Siempre me han llamado la atención los equívocos que padecen ciertos vocablos. La palabra filosofía, para dar un ejemplo, suele utilizarse como si fuera un sinónimo de opinión acerca de la representación que tenemos del mundo. Se oye decir: “Mi filosofía de la vida...”, y uno entiende lo que significa, pero la Filosofía, ciencia especulativa, nada tiene que ver con el juicio que emitimos. (El niño observa lo escrito por encima de mi hombro). Estaba a punto de añadir que la opinión difiere del conocimiento, pero el asunto ha sido tan masticado que me abstengo de hacerlo. Prefiero extenderme sobre algo que ya he dicho. Me refiero a la flamante ambigüedad de sostener que estamos viviendo la era de la comunicación.

Se pregona que nunca el ser humano ha estado más comunicado. Si este dictamen se refiere a la cantidad de aparatos que la técnica avanzada pone a nuestra disposición para entrar en contacto (a cualquier hora y a cualquier distancia) con nuestros semejantes, nada tendría que objetar. Pero cuando esta comunicación intenta revestirse de un sentido superior, moral y humanista, como conquista de una virtud ennoblecedora que perfila al hombre comprensivo y solidario; que permite reconocer en los demás representantes de la especie las más hondas alegrías y tristezas que les depara su breve estancia en la tierra... entonces, cabe sostener que dicho juicio es falso.

Tal pareciera que hoy todo debe comunicarse: muertes, robos, violaciones divorcios y cantidad de intimidades, catástrofes, mentiras, velatorios, garrapiñadas y tósigos políticos, acontecimientos frívolos de toda especie... Todo lo cual es privativo de la televisión. Desde luego, también este aparato, además de ser el reino de las noticias, produce excelentes espacios dedicados al arte, a la magia de la naturaleza y de la historia, a la palabra de grandes hombres y a las imágenes de sitios que ignoramos. Cumple así, en cierto sentido, un papel docente de referencias.

Pero el bombardeo, mencionado en primer término, ejecutado con diversidad de armas, unido al tiovivo (*) mareante de la publicidad, permite que el receptor sea sometido a un vasto operativo de vaciamiento, a menudo sutil, otras grosero, que tiene el poder de hacernos creer que somos nosotros quienes elegimos cuando en realidad se trata de una domesticación que termina provocando una especie de apacible toxicidad, con la consiguiente sensación de estar aparte, no comprometido, a salvo. Si somos conscientes, todo indica que hay que cuidarse de no patinar en la nada, lo que ocurre cuando la alienación se convierte en un caldo tibio de felicidad, algo parecido a la parálisis vital que domina al esclavo satisfecho. (El niño lee lo que llevo escrito, sin comentarios).

Confortablemente asentados en insípidos “criterios”, las impugnaciones serán rechazadas con una soberbia impostada, bien que es muy difícil examinar una crítica cuando un estado permanente nos ha petrificado el entendimiento. Por lo demás, ningún derecho me asiste para juzgar una opción de vida.... Salvo cuando dicha opción, por contagio, se convierte en paradigma de la existencia, abarcando una totalidad dominada por la “diversión”, el atolondramiento y la estupidez, como apósitos benignos de la supervivencia.

¿Y en la vereda de enfrente? Veo allí a los que llamo apestados. Figuras destacadas en el campo del pensamiento, e incluso del arte, son ignoradas, por no decir menospreciadas, por la sociedad hedonista, estremecida por el proceso eufórico de personalización, que no tolera la grandeza ni avizora el abismo entre clichés de moda y ese “otro mundo” elitista. ¿Adónde nos llevará el juego vacuo de una civilización a la vez ansiosa y aburrida? Una vez más: aquí atesoramos lo simple y despreciamos lo simplificado. Cuando observo a una familia durante la cena, cada uno con su aparatito, absolutamente concentrados, casi hipnotizados, en silencio, una gran tristeza se apodera de mí y hasta me pregunto si no seré yo el equivocado.

Debilidades pasajeras: ¿cómo olvidar que formamos parte de una sociedad destrozada por la codicia y la estupidez? Tal parece que cuanto más tiene el hombre, más destruye, y si estamos unificados por la Muerte Definitiva, sería poco honesto ignorar todas las muertes a las que estamos sometidos cotidianamente de las que, afortunadamente, podemos escapar con un mínimo de lucidez. Aquí no hay unificación. Se trata de elegir. El momento supremo, diría el poeta, en el que salto o me pudro.

Esquivo por lo tanto el batifondo de la ostentación “comunicativa” y de los chupetes electrónicos (útiles en otros aspectos) y escojo aquello que ayude a una necesidad real. El indiferente se interesa a los saltos. Un pensador de nuestro tiempo se preguntaba qué es lo que todavía puede sorprender o escandalizar. La apatía responde a la velocidad de rotación de la información. Dice que tan pronto ha sido registrado, el acontecimiento se olvida, expulsado por otros aún más espectaculares.

(El niño ha dejado un papel sobre mi mesa). Una nota de León Bloy: “No hay en la Tierra un ser humano capaz de declarar quién es, con certidumbre. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su verdadero nombre, su imperecedero nombre en el registro de la luz”.

Estoy cansado. Trataré de responderle mañana.

(*) N. del E.: Atracción de feria que consiste en una plataforma giratoria sobre la que hay animales y vehículos de juguete para montarse y girar en ellos.

La apatía responde a la velocidad de rotación de la información. Dice que tan pronto ha sido registrado, el acontecimiento se olvida, expulsado por otros aún más espectaculares.

Pareciera que hoy todo debe comunicarse: muertes, robos, violaciones divorcios y cantidad de intimidades, catástrofes, mentiras, velatorios, garrapiñadas y tósigos políticos, acontecimientos frívolos de toda especie...