¿La creación artística cura?

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El grito. En rigor “Estudio para la cabeza de un Papa gritando”, de Francis Bacon.

Foto: Alargos, Arte e Historia

 

Por J.M. Taverna Irigoyen

Con ese título, un amigo que luchó en Malvinas da una charla en estos días. Singular piedra de toque la que propone, precisamente él, que se reencontró a sí mismo en el arte y después lo tomó como bandera para denunciar terribles males que azotan al mundo de los desprotegidos...

La creación artística cura, indudablemente, pero cuándo y de qué manera. Complejo es aventurar respuestas. Porque el arte no es una individualidad expresiva, sino una complejísima trama de identidades y soluciones. Entonces, resulta al menos impreciso encontrar la punta del hilo para ir desentrañando lo que, en definitiva, no es sino una actitud de vida.

Partamos del comienzo que no se trata aquí del arte como terapia. Nada de eso, que más es campo de la psicopedagogía y de la psiquiatría, por no extendernos a otras ciencias. Se trata de la creación en sí como enunciado y fuente de sensorialidades. Oír y responder al arte en su energía y hallar en tal comunicación suprasensible el porqué de ser y estar. Se dirá que esto corresponde a una razón de la existencia misma, y tampoco eso es tan así. Más bien, encontrar en esa energía conjugada el juego de la propia libertad. Otra interpretación identitaria de uno mismo. Quizá, también, la correspondencia con el otro como una forma de amor.

Si se acepta que el acto creativo responde a un proceso interior que busca una praxis determinada, un desarrollo de pensamiento, una apertura diferente de lenguaje, ya estamos entrando en lo que configura la necesidad de expresión. Pronunciar en formas -sean éstas palabras, sonidos, imágenes- un credo propio, fuera de silogismos espurios. No inventar mensajes ni resolver interpretaciones casuales. Sí dejar discurrir sin presiones el valor y el sentido de determinada paráfrasis, para hallar el propio camino de asociaciones. El vuelo y la semiosis morfológica. El vacío de la duda. La penetración a lo insondable.

Ciertos artistas de la historia del arte muestran más claramente este proceso. Que por cierto es subliminal, pero al cual se accede, por carácter transitivo, desde el acto del desentrañamiento. La transferencia emocional de Bacon es, por cierto, muy diferente a la clara vivencia celebratoria de Matisse. Por sobre tiempos y lenguajes, tenebrismos y explosiones lumínicas, cada artista responde a secretas efusiones que sólo él sabe interpretar en su concreción, jamás en su génesis. Por eso Ensor dialoga con otra pasión sobre los cuerpos y Klimt, en la misma época y meridiano, resuelve la belleza como una articulación mágica de los efectos.

Que cada artista trata de resolver los planos de su libertad de acuerdo a convicciones y formación, es una verdad de Perogrullo. Que tal vez los grillos de la modernidad condicionen su lenguaje, también es cierto. Pero la obra como producto es lo que, finalmente, dará altura o no a su librepensamiento artístico. Y dentro de ella y fuera, proyectada en una idealización sublime, el acto conceptivo en sí, que carga sensorial y emocionalmente al pequeño demiurgo.

¿Qué resuelve, entonces, ese acto conceptivo al sujeto artista? ¿Qué libera de su yo individual, familiar, social, tras el tiempo -inmedible cronológicamente- de su camino de efusiones? No se sugiere aquí el acto de creación como un acto sanador, por cierto. Quizá como liberador o superador, sí. En tal orden, la belleza en su corpus de primacías es la herramienta intransferible de tal acción. No la belleza porque sí, claro está, sino el efecto, los acuerdos del orden, la pasión, el sentido de lo universal, el reencuentro de valores de la existencia, la dimensión de lo enorme ante el protagonismo de lo minúsculo.

La creación artística cura. Quizá mucho más que como hecho estético en sí, como diálogo vital, de insuperable magnetismo.