Balenciaga

El arquitecto de los acantilados

Por María del Pilar Barenghi

Cristóbal nació en una aldea sometida a los arrebatos del Cantábrico. El siglo diecinueve declinaba y las grandes guerras aún no se anunciaban. Convivió desde muy niño con olas bravas y tormentas que hacían temblar cunas y pañales. En esos ámbitos, naturaleza y hombres comparten su esencia.

Temprano, por la mañana, los frágiles barcos balleneros se hacían a la mar. Muchos volvían con las presas codiciadas. Otros no. Una tarde, la madre de Cristóbal, rodeada de sus cinco hijos, esperó sobre los acantilados un regreso que no fue. Eise, la viuda, debió entonces acudir a su habilidad con agujas y tijeras para sobrevivir. En ocasiones, el duelo, antes que sentimiento, se constituye en resistencia.

Cristóbal sintió, desde muy niño, la atracción de los hilos y las sedas y se dejó cautivar por ellos. Conquistó, años después el imperio de la alta costura y llegó a decir con una exactitud digna de científico que “un modisto debe ser arquitecto para los planos, escultor para formas, pintor para el color, músico para la armonía y filósofo en el sentido de la medida”.

Dior, Channel, Courrèges y Givenchy, entre muchos otros, lo han reconocido como “el maestro de todos nosotros” y siempre destacaron su calidad de persona, generosa y entrañablemente humana.

Cristóbal Balenciaga, de él hablamos, tuvo como todo artista afortunado, su providencial mecenas. La Marquesa de Casa Torres, cercana a la reina Fabiola de Bélgica, lo introdujo en el mundo aristocrático de San Sebastián, ciudad vecina a su pueblo natal. Pero esta prerrogativa no empaña su talento.

Nació en Getaria, en el País Vasco. Con el tiempo, extendió sus talleres a Madrid y Barcelona. La Guerra Civil sacude su vida. Cristóbal adhiere al espíritu de la II República. No lo duda: se exilia en París. En 1937, presenta su primera colección en la capital francesa. El mundo de la moda se conmueve con su manejo de la técnica y perfeccionismo.

Uno de sus seguidores, Hubert de Givenchy, y quien más ha manifestado su admiración por el maestro, destaca a su vez esa calidad de “arquitecto” a la que hacía referencia el modisto vasco. En un reportaje concedido a una revista francesa, en el pináculo de su fama, expresó que la vida le había otorgado dos verdaderos privilegios: conocer a Balenciaga y haber sido amigo y modisto de la bellísima Audrey Hepburn, tanto en su vida privada como en su actividad cinematográfica. Y la actriz correspondió a esa delicadeza cuando, sin caprichos de diva, puso como única condición a sus directores y productores, que los vestuarios de sus films fueran diseñados y realizados por Givenchy.

Si consideramos que una encuesta -todo número y dato frío- nos informa que Audrey Hepburn fue la más exquisita figura del séptimo arte, concluiremos que Givenchy fue el necesario artesano para que ello ocurriera. Y en forma casi directa, el espíritu de Balenciaga sobrevuela esta distinción.

La vida trata de abrirse camino en todo momento y lugar. El arte no le va en zaga. Desde las rocosas tierras cantábricas, esculpidas a fuerza de vientos y naufragios, el huérfano de un pescador, desafió con clara visión los cánones clásicos de la moda de su tiempo. Sin mayores estridencias, supo ocupar un lugar insuperable entre los grandes. Su talento y la guía de su madre, la costurera, le alcanzaron para entender que “un modisto debe ser arquitecto para los planos, escultor para formas, pintor para el color, músico para la armonía y filósofo en el sentido de la medida”.

Desde las rocosas tierras cantábricas, esculpidas a fuerza de vientos y naufragios, el huérfano de un pescador, desafió con clara visión los cánones clásicos de la moda de su tiempo.

“Un modisto debe ser arquitecto para los planos, escultor para formas, pintor para el color, músico para la armonía y filósofo en el sentido de la medida”.