ESPACIO PARA EL PSICOANÁLISIS

El “control” de esfínteres

19_20161006_cejas.jpg
 

Por Luciano Lutereau (*)

El control de esfínteres determina un momento fundamental en la constitución psíquica del niño. Antes que una respuesta adaptativa a la demanda de los padres, esta coordenada implica un crecimiento respecto de la propia imagen. Dicho de otro modo, el control de esfínteres es una encrucijada capital de la constitución narcisista.

De acuerdo con la enseñanza de Jacques Lacan, uno de los descubrimientos capitales de Freud radica en que la pulsión no es un dato de origen (como el instinto) sino el resultado de cierta inscripción psíquica. En un primer momento, la deposición espontánea del niño se encuentra con el requerimiento adulto que busca pautar la entrega intestinal. Hasta ese encuentro con la demanda, el niño hacía uso de la materia fecal en términos puramente expulsivos. La constelación psíquica de este empleo es una particular disociación entre lo bueno (interior) y lo malo (exterior).

Ahora bien, el encuentro con esta pauta produce un primer efecto subjetivo: se trata de la retención. El niño se vuelve indócil, su carácter se agudiza al punto de llegar a lo que puede ser una actitud obstinada o recalcitrante. Sin embargo, este paso es condición de lo que, luego, en un tercer tiempo, condesciende a ser una entrega regular. Por esta vía, se establece la posibilidad del don como modo novedoso de intercambio entre el niño y el Otro. De esta manera, se resuelve el circuito de la pulsión anal a través del surgimiento de un deseo específico en la capacidad de dar.

Podríamos preguntarnos, ¿qué es lo que da el niño? Desde la perspectiva freudiana, el niño otorga sus heces, y se entrega a sí mismo en el don. He aquí el fundamento de la ecuación niño = heces = regalo. No obstante, Silvia Bleichmar ha hecho una importante observación sobre este punto: la ecuación mencionada vale para el niño, pero desde el punto de vista del adulto, lo que se dona es algo mucho más importante, esto es, la renuncia. Por eso, este acto psíquico tiene una función privilegiada para delimitar el carácter ético del sujeto. A través de la renuncia, el niño advierte que en su interior también puede haber una parte de la cual debe desprenderse y, por lo tanto, ya no se trata de que su interior sea absolutamente bueno.

Podría dar cuenta de esta circunstancia con un ejemplo, el del niño que, cuando ya no quiere más helado (u otro objeto) le dice al adulto: “Te lo regalo”. Sin duda, se trata de dar “lo que sobra”. Algunos adultos permanecen en esa posición durante toda la vida. Y por eso, es tan significativo que en los jardines se busque enseñar una tarea imposible para la más temprana infancia: la de compartir. Siempre resulta gracioso ver al niño que enfatiza que “hay que prestar”... cuando se trata de las cosas del otro. De este modo, el atravesamiento de la renuncia pone en acto la capacidad de dar más allá de depositar desechos en el otro.

De esta manera, el control de esfínteres constituye el narcisismo a través de la herida narcisista, aspecto crucial en la práctica de este tiempo cuando muchas consultas acerca de niños llegan por el lado de la dificultad para “aceptar” que el yo no es una instancia absoluta. Es lo que encontramos detrás de esas afecciones narcisistas que la época nombra como “intolerancia a la frustración”, y que en los padres se traduce respecto de que “no sabe perder”, “hay que hacer las cosas como él quiere”, etc.

En efecto, la noción de “tolerancia a la frustración” es un contrasentido. Si una frustración fuera tolerable... no sería frustrante. Asimismo, el estatuto hipócrita de la expectativa de que un niño consienta a una pérdida es una forma de sadismo del adulto hacia la infancia. En este punto, antes que esperar que los niños acepten lo inaceptable, debería reformularse la pregunta del modo siguiente: ¿qué operación psíquica es la que permite que un niño pueda franquearse a admitir que su yo no es ni tan “maravilloso” ni tan “majestuoso” como pudo haberlo creído en algún momento? Eso no significa, por cierto, que considere que es una “mierda”. En todo caso, en las afecciones mencionadas es que encontramos que la confirmación se traduce en ser algo “horrible” y “descartable”. El carácter binario de esta declinación sin matices es lo que le otorga su condición de fantasía omnipotente.

En conclusión, a partir de estas observaciones es que puede entenderse por qué los síntomas de encopresis ocupan un lugar tan importante en la infancia. E incluso es una disquisición crucial la de establecer si acaso la retención fue lograda o no. No es lo mismo una retención fallida, como forma de regresión, que una que nunca se estableció. Asimismo, esta cuestión determina su diferencia con la enuresis, para la cual cabe una aproximación semejante a la entrevista por Freud: o bien puede ser la continuación de un erotismo recurrente, o la manifestación de un modo de apoderamiento que no cabe ser reconducido al complejo anal.

En última instancia, la elaboración de esta forma de pulsión es mucho más importante que una cuestión de higiene o “costumbre”. El alcance psíquico del complejo anal tiene expresiones diversas, aunque la más importante es la articulada a la modificación destacada del estatuto del narcisismo.

(*) Doctor en Filosofía y Magíster en Psicoanálisis (UBA). Docente e investigador de la misma Universidad. Autor de los libros: “Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante” y “La verdad del amo”.

A través de la renuncia, el niño advierte que en su interior también puede haber una parte de la cual debe desprenderse y, por lo tanto, ya no se trata de que su interior sea absolutamente bueno.

 

La noción de “tolerancia a la frustración” es un contrasentido. Si una frustración fuera tolerable... no sería frustrante.