editorial

  • El Premio Nobel de la Paz otorgado a Santos mejora sus posibilidades negociadoras con Uribe, pero sería aconsejable no entusiasmarse demasiado, porque los negociadores no se impresionan con estas distinciones.

Colombia y una paz en discusión

La paz debería ser siempre bienvenida y si bien jurídicamente se puede poner en discusión si es un derecho humano como se dice a la ligera, está claro que en los tiempos que corren se trata de un bien deseable, sobre todo si se lo confronta con su opuesto, la guerra.

Dicho esto, importa matizar un tanto el problema porque la paz, para ser tal, debe ser necesariamente justa, ya que una paz injusta se confunde con la capitulación o el colaboracionismo con el enemigo. Precisamente, en la Francia de Petain se justificó, por ejemplo, la sumisión a los nazis en nombre de la paz; y también en nombre de la paz los líderes de Francia y Gran Bretaña habilitaron a Hitler para que iniciara sus conquistas territoriales, objetivo que se habría podido impedir si Daladier y Chamberlain se hubieran negado a establecer acuerdos pacifistas con quien evidentemente no estaba dispuesto a cumplirlos.

Valgan estas consideraciones para abrir un debate serio acerca de las tratativas de paz que se están celebrando en Colombia, tratativas que el pasado domingo un sector mayoritario de la sociedad rechazó, aunque pocos días después la Academia Sueca le otorgó al presidente Santos el Premio Nobel de la Paz, una manera elocuente de respaldar al mandatario más allá de los resultados electorales.

Para ser precisos, entonces, habría que decir que en Colombia los principales actores políticos no difieren acerca de los objetivos pacifistas, sino respecto de los contenidos efectivos de esa paz. Mientras Santos considera que toda paz es imperfecta pero en sí misma representa un avance, el principal líder opositor, Álvaro Uribe, estima que no puede haber paz con impunidad para los jefes guerrilleros acusados de cometer crímenes que por sus características han sido calificados por organismos de derechos humanos como de lesa humanidad y que, por lo tanto, son imprescriptibles, salvo que se estime que esa calificación no vale cuando a esos delitos los comete una guerrilla autodefinida como marxista-leninista.

Seguramente la flamante distinción otorgada a Santos mejore un tanto sus posibilidades negociadoras con Uribe, pero al respecto sería aconsejable no entusiasmarse demasiado, entre otras cosas porque a los negociadores, incluso a la propia sociedad colombiana, no les impresionan demasiado estas distinciones o, por lo menos, no creen que a la hora de negociar lo que importe, estos títulos sean relevantes.

De todos modos, Uribe, Pastrana y Santos han decidido que es necesario conversar. Ignoramos los contenidos de esas conversaciones, pero no está mal recordar que con independencia de los acuerdos a que se arribe, luego quedarán pendientes las conversaciones con las Farc, cuyos titulares han dicho que, por lo pronto, no reanudarán la actividad militar, pero tampoco están dispuestos a ser lo que un comandante guerrillero calificó “el pato de la boda”, lo que traducido al lenguaje del poder significa que no van a hacer más concesiones o, para mayor precisión, no van a pagar con cárcel sus delitos.

El debate está abierto y su resolución positiva hacia el futuro no es una tarea imposible, pero tampoco un objetivo sencillo. La polémica de fondo o la diferencia de fondo es si el acuerdo futuro incluye o no la impunidad de los guerrilleros. ¿Hay posibilidades de acercamiento al respecto? Seguramente las hay, pero hasta el momento nadie se atreve a arriesgar un pronóstico.

La polémica de fondo o la diferencia de fondo es si el acuerdo futuro incluye o no la impunidad de los guerrilleros.