Guns n’ Roses en Rosario Central

En busca del tiempo perdido

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Fue una noche especial, única, donde un puñado de veteranos vencieron al tiempo, uniendo nuestra era con tiempos más glamorosos, más sencillos, tal vez, más felices. Foto: Télam

 

Ignacio Andrés Amarillo

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Hacía casi un cuarto de siglo que los Guns n’ Roses se habían disuelto: en la era analógica de las revistas de rock, se anunció el fin de una de las bandas estrella de los primeros años del ‘90, unos admiradores de Aerosmith que “anduvieron bien” en los malos años de Tyler & Perry, y figuras del hard rock clásico en la primavera del grunge. Después vinieron los largos años: William Axl Rose manteniendo el nombre y embarcándose en el largo proceso de “Chinese Democracy”; Slash y Duff McKagan primero en solitario y luego junto a Matt Sorum y Scott Weiland en la experiencia de Velvet Revolver.

Esos proyectos visitaron finalmente la Argentina, para mayor o menor gusto del público, pero la magia de aquella banda gigante, meteóricamente popular como pocas en la historia, polémica en sus visitas a la Argentina (al menos en eso parece otra era geológica) y desvanecida en la cima, parecía perdida para siempre.

Por eso, cuando se anunció el “Not in This Lifetime Tour” pareció una invitación a viajar en el tiempo, o a recuperar el tiempo perdido: volver a ver a la leyenda como si nunca se hubiese ido, tocando viejos himnos sin negar los años en las costillas de los artistas. Y con una formación que uniese las épocas: a los tres fundadores se les sumaron Dizzy Reed (tecladista de la alineación más célebre del grupo, que permaneció junto al cantante en sus andanzas) junto a Richard Fortus y Frank Ferrer, integrantes de los últimos elencos gunners pre-reunión, y la incorporación de la tecladista “maquinera” Melissa Reese, que recupera las búsquedas artísticas de Rose (el cupo femenino del grupo).

La espera

La alineación de los astros y de los empresarios de espectáculos hizo que Rosario reemplazara a Córdoba en la gira, y que fuera el primer concierto en el país. El lugar elegido fue el estadio de Rosario Central (“El Gigante de Arroyito”, enfatizaban las entradas), rodeado por un complejo y algo excesivo operativo de seguridad (queja uno: lo complicado del acceso; la dos es la escasez de baños en el campo).

Aunque se anunció que Cielo Razzo abría la jornada, fue Massacre la banda encargada de recibir a los primeros en llegar, ya antes de las 18, que era la hora anunciada. Con la solvencia que los caracteriza en años de festivales y teloneos, dieron un set compacto, con un Walas que ahorró algunos “mi amor” y agradeció a Dios por detener el temporal que azotó la región por la mañana: “Dios viene de California, de Santa Mónica, quiere que toquen los Guns”. Para ese entonces, el cielo estaba diáfano, y el sol pegaba de refilón sobre la cancha canalla.

A las 19.15, salió el grupo rosarino, encabezado como siempre por Pablo Pino y Cristian Narváez, que expuso un show de una hora, con pocas intervenciones verbales y una cantante invitada. A esa altura, el público se repartía entre los que seguían atentamente a los soportes, los que se acomodaban para quedar más adelante y los que no veían la hora de que empiece el show.

Llegó la noche y empezaron a presentar las primeras visuales en las pantallas, que desataron las primeras ovaciones. Las luces se apagaron, y el campo ya empezó a agitarse con la música de los “Looney Tunes”. Ahí empezaron a entrar los músicos, con la música de la película “The Equalizer”: Fortus, como una mezcla de Izzy Stradlin (otro fundador) con Ronnie Wood; Ferrer, más nü metalero que glam; Reese, con su pelo celeste en varias colas y su carita aniñada, como un personaje de animé; Reed, barbado y maduro.

Y los dueños de la pelota: Rose, lejos de las calzas ciclistas, más delgado que en el último tiempo, haciendo gala de una colección de camperitas sureñas, camisa leñadora a la cintura y botas texanas, llevando sobre el final su emblemática bandana; Slash, siempre igual a sí mismo, con leñadora, galera y gafas; y Mc Kagan, con camperita sin mangas y un bajo con el símbolo de Prince (cuando se convirtió en símbolo). Sabedor el viejo zorro de que es un fundador y tiene hinchada abajo del escenario, pero reconociendo (y habiendo sido el facilitador, dicen) que los otros dos son la química esperada: el cantante y el guitarrista que se cruzan sobre el escenario, mirándose poco, y por ahí se buscan pero se dejan distancias (sólo sobre el final del show Axl se sentará al lado de Slash sobre un monitor, mirándolo tocar un solo, sonriente).

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Explosión

“En Chile, arrancaron con ‘It’s So Easy”, gritó uno, antes de que explotara todo con esa canción (incluyendo unos fuegos artificiales), seguida por “Mr. Brownstone”; ambas de las viejas, de “Appetite for Destruction”. El salto fue con “Chinese Democracy”, para otro subidón en el calor popular: Slash empezó a amagar con la intro con delay de “Welcome to the Jungle” que finalmente explotó en un agite que hoy recorre las redes sociales. Quizás un poco frío en la fresca de la noche, se lo vio a Axl un poco incómodo en los agudos de los estribillos.

El cruce de épocas volvió con Double Talkin’ Jive y Better, para arribar a Estranged, “la de los delfines”, con una multitud coreando la línea de guitarra del enrulado Saul Hudson, todavía dueño de un sonido propio, que desplegó a lo largo de la noche un virtuosismo justo, lo suficiente para terminar de ahuyentar a viejos detractores de una época en que los guitar heros no estaban tan a la moda (Slash y Kirk Hammett de Metallica llevaron a miles a darle a la guitarrita).

En ese momento, llegó una de las dos versiones más famosas de la banda: la del tema que los Wings de Paul Mc Cartney hicieron para la película de James Bond “Live and Let Die”, con su calma antes de la rápida tormenta, con los tecladistas luciéndose. Luego pasó Rocket Queen y otra subida con “You Could Be Mine”: el tema de “Terminator 2” contó con imágenes de calaveras cyborgs con galera en las pantallas. Duff tuvo su momento vocal con “New Rose”, el tema de The Damned que grabaron en “The Spaghetti Incident”. Después de la reciente “This I Love”, imágenes bélicas salieron en la pantalla de fondo para recibir a “Civil War”, un tempo lento antes del ritmo festivo de “Used to Love Her” (hoy menos políticamente correcta, con eso de “Yo solía amarla, pero tuve que matarla”).

El de la galerita arrancó con un solo que se fue convirtiendo en la melodía de “Speak Softly Love” (el tema de “El padrino”, para todo el mundo, de Nino Rota), hasta ser acompañado por la banda en una versión muy eléctrica, con la melodía de guitarra saliendo hacia la intro de “Sweet Child O’ Mine”. Todo con el tiempo justo para que Axl se cambiara la pilcha y volviera a entonar aquellas líneas que dedicó a Erin Everly cuando ambos eran jovencitos y bellos.

Nueva salida del vocalista, y Slash se acopló a Fortus en una versión instrumental de “Wish You Were Here” de Pink Floyd, que tocaron en el puente que pasaba por atrás de la batería. ¿Para qué? Para distraer como los magos, así los stages podían subir el piano de cola en la pasarela (en realidad una plataforma, no la larga pasarela de antaño), de modo que el frontman se sentara y encarara el comienzo de “November Rain”, canción esperada entre otras cosas por los chistes que se habían hecho durante el día (llovió y era 1º de noviembre). En este caso, fue Stephanie Seymour la que se vino a la cabeza de todos, vestida de novia. Allí concurrió también el padrino de la boda, con su primer solo y la línea final sobre el coro.

Cambio de instrumento y, con la doble mástil que tiene seis órdenes dobles (la de 12 cuerdas, bah), arrancó “Knockin’ on Heaven’s Door”, la otra gran versión clásica del grupo, sobre el original del nobelizado Bob Dylan. Ideal para contonearse, antes del acelere de “Nightrain”, con su letra sobre excesos y el personaje emblema del fans club oficial, que lleva el nombre de la canción.

Las últimas

Ahí vino la primera salida, sin muchos saludos. Richard y Duff encararon guitarras acústicas y le entraron junto con Slash a “Angie” de los Rolling Stones, pero enseguida la cosa mutó para que Axl empezara a silbar la introducción de “Patience” (abajo la melodía iba en el “oohh” de cancha). Después de ese relajado clásico, una de las más celebradas baladas gunners, volvió la electricidad con “The Seeker”, el tema de The Who que Bill Bailey (cuántas historias de niñez, de cuando la gente leía biografías de artistas) venía haciendo con sus formaciones de él solo: en ese momento ensayó unas carreritas de las pasarelas laterales al centro, como cuando era mozuelo. Y ahí llegó el esperado final, con “Paradise City”, y el también esperado “pasito serpiente” característico, llegando a destino con más pirotecnia y papelitos celestes y blancos.

Ahí pusieron el disco de “Far Away Eyes” de los Stones, mientras la organización demoraba en prender las luces. Hubo una salida para saludar y regalar púas y otros souvenires: alguien se llevó el micrófono. Y las luces se prendieron, para que en el campo algunos buscaran celulares y zapatillas extraviados; y todos se llevaran el recuerdo de una noche especial, única, donde un puñado de veteranos vencieron al tiempo, uniendo nuestra era con tiempos más glamorosos, más sencillos, tal vez más felices.