Murió Fidel, ¿lo absolverá la historia?

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Por Rogelio Alaniz

Actuó hasta el último día de su vida como si fuera inmortal, pero un hombre apegado a los rigores del poder y al más descarnado realismo no podía desconocer la presencia de la muerte, de su propia muerte. A ella, se refirió precisamente hace seis meses. Fue la primera y la última vez que habló de su muerte y aclaró expresamente que su desaparición física no significaba la desaparición de su personal creación política: la Cuba revolucionaria.

Vivió noventa años y los vivió intensamente. Lo novedoso no es tanto esas nueve décadas de existencia, sino la construcción de un poder político al que controló con mano de hierro e indudable carisma durante casi seis décadas. El carisma. Vaya si lo tuvo. Para bien o para mal, pero con él muere uno de los más formidables líderes carismáticos de la segunda mitad del siglo veinte, un liderazgo que ninguno de los regímenes comunistas que se derrumbaron en los noventa pudo exhibir.

Inteligente, lúcido, audaz, también narcisista, manipulador y absolutamente convencido de que había llegado al mundo para mandar y librar luchas ciclópeas contra enemigos reales o imaginarios. Siempre creyó en lo que Bakunin calificara como la acción redentora de la violencia. Pero fue algo más que un violento. Llegado el momento, podía ser un político astuto, un diplomático seductor, un sorprendente manipulador de emociones. Nunca creyó demasiado en el marxismo y en el comunismo, pero sí creyó en el poder y en su propia gloria. Sus enemigos liberales lo compararon con Somoza o Trujillo. No lo comparto. Fue diferente; en algunos aspectos muy superior a ellos, aunque a la hora de ejercer el mando fue mucho más implacable y, sobre todo, más eficaz.

A diferencia de los dictadores bananeros, expresó durante la segunda mitad del siglo veinte los ideales considerados más avanzados de una juventud que soñaba con el asalto al poder y la construcción del hombre nuevo. Cualquier semejanza de estas consignas con la realidad se revelará como pura coincidencia, pero convengamos que a la hora de escribir la historia de ese segmento del siglo veinte, él tiene un lugar protagónico. Él y esa Cuba que lideró, y que gracias a su genio estuvo durante décadas en las primeras planas de los diarios del mundo; un entusiasmo que, incluso los argentinos, pudimos apreciar hace unos años cuando desde las escalinatas de la Facultad de Derecho de la UBA se dirigió a una multitud de jóvenes y viejos nostálgicos.

Pensando en su gloria, tal vez hubiera sido más heroica una muerte en combate hace veinte o treinta años, cuando estaba en la plenitud de su carisma y la revolución todavía seguía despertando admiración. Personalidades de su fuste no deberían morir en la cama, personalidades de esa dimensión no merecen contaminarse con los estragos de la edad, los padecimientos humillantes de los divertículos y las chocheras de la vejez. Mucho más grave que los inevitables y hasta naturales padecimientos de la edad, fue la fatalidad de observar cada una de las promesas de la revolución, la intuición -era demasiado perspicaz para no advertirlo- de que su epopeya fue solo personal, que su grandeza estuvo en relación inversa con la creciente decadencia de Cuba.

“La historia me absolverá”, dijo en su alegato contra Batista después del fracasado asalto al cuartel de Moncada. Seguramente lo absolvió con relación a ese dictador corrupto que, dicho sea de paso, le perdonó la vida a él y a su hermano.

Después de la toma del poder, supuso que esa absolución estaba asegurada, pero la Historia con mayúscula es algo más que la toma del poder. Y digo esto porque no estoy seguro de que la Historia con mayúscula lo haya absuelto. Después de seis décadas en el poder, Fidel Castro deja una Cuba más pobre, más injusta y más degradada que la que recibió en 1958, y que una propaganda tan eficaz como interesada pintó con los colores más siniestros. Es que si bien Cuba en aquellos años tenía los problemas del monocultivo, cierto atraso en las zonas rurales y una dictadura como la de Batista, era uno de los países más avanzados de América Latina, una posición que hoy está muy lejos de sostener. No, no creo que por más que se haya ganado el perdón de la Iglesia Católica, que en su momento lo excomulgó, se haya ganado la absolución laica de la Historia.

Una confesión personal, si se me permite. Quien escribe estas notas apresuradas estuvo alguna vez en la Plaza de la Revolución en La Habana y en la Plaza de la Revolución en Managua, sumado a una multitud que no dejaba de corear su nombre: “Fidel, Fidel, Fidel”. Nadie me arreó a ese lugar, fui por decisión propia y hasta consideré un momento importante en mi vida el instante en que confundido con muchos otros le di la mano. ¿Por qué tanta pasión, tanto entusiasmo? No hay una exclusiva respuesta a esta pregunta, pero la que mejor la sintetiza, como no podía ser de otra manera, está en el tango: “Locuras juveniles, la falta de consejos”.