ESPACIO PARA EL PSICOANÁLISIS

Hay que prohibir los piropos

Por Luciano Lutereau (*)

Una de las pasiones normativas de nuestra época es el intento permanente de regular la vida amorosa. Los más diversos especialistas se arrogan un saber que les permite, por ejemplo, determinar qué es amor y qué no. Recuerdo una publicidad reciente: “Si tu novio revisa tu teléfono, no es amor”. Yo preferiría pensar que si un hombre revisa el teléfono de una mujer, es un idiota; y en todo caso le recomendaría a esa mujer que piense por qué ama a un idiota. Qué es el amor, no lo sé, porque eso sólo cada uno lo sabe a su manera. Sí entiendo que el psicoanálisis es un método práctico para que cada cual analice su manera más o menos sintomática de amar.

Por eso no deja de preocuparme que eventualmente surjan propuestas como la de prohibir los piropos. Esto no es un alegato a favor de la grosería callejera. Muchas mujeres pasan momentos muy feos con este tipo de acoso, incluso en la juventud con un matiz que puede ser traumático. En todo caso, me refiero a que el modo de plantear la cuestión sea a través de la prohibición, o también recuerdo un artículo que proponía que un hombre debe pedirle permiso a una mujer antes de decirle algo en la vía pública; pero, si así ocurriera, ¿tendría sentido el piropo? Imaginemos algo peor, por ejemplo, el hecho de que un hombre solicite autorización para pronunciar un piropo, obtenga el beneplácito de la dama, y luego diga una guarangada. Esto demuestra que no estamos reflexionando lo suficiente, y más bien se está moralizando en vano.

Porque, desde mi punto de vista, un piropo no vale por el contenido de sus palabras. Se puede ser ordinario con las palabras más elegantes. He aquí el peor insulto que una mujer puede decir a un hombre: “Sos un chamuyero”; y, ocasionalmente, una palabra torpe puede ser la oportunidad de un chiste. ¿Qué mejor sanción del efecto acertado de un piropo que una sonrisa? Porque un piropo nunca es ofensivo, como sostiene una canción de Juan Quintero (con letra de Jaime Roos): “Si quisiera decirte lo más bello que evoco/ usaría tu nombre si no te ofendes por el piropo”.

El piropo es parte de una situación de seducción, en la que un hombre debe demostrar más allá de las palabras que use, que le hable a “esa” mujer. No puede decir palabras que le diría a cualquiera. Esta es la función halagadora que tiene siempre la palabra de amor. Es singular. Por eso las escuelas de seducción de nuestro tiempo, que proliferan en un mundo que cada vez más rechaza el erotismo, están destinadas al fracaso. El “eros” no es una técnica. Y la pasión normativa que se arroga escandir los límites de lo permitido y no lo permitido, corre el riesgo de proponer una vigilancia de la intimidad en nombre de una protección del individualismo más feroz, como si la vida social no implicara conflicto y tensiones.

Para concluir, recuerdo el caso de una paciente que me comentó una situación encantadora, en la que conoció a un joven en el transporte público. Ella buscaba un lugar en un mapa, y el muchacho le preguntó si podía ayudarla. Al comentar la dirección a la que iba, él respondió: “Ni idea, no soy del barrio, ahora estamos los dos perdidos”. Ella pensó que él era un poco tonto, y lo terminó de confirmar cuando él prosiguió: “Es como si estuviéramos solos en una isla desierta”. Ella sonrió ante su falta de poesía. “Sería como ‘La laguna azul’, pero en Constitución un miércoles con cuarenta grados de calor, ¿querés ir a tomar algo?”.

Hay una distancia muy grande entre una grosería callejera y un piropo como modo de seducción. Quizá el problema sea generalizar demasiado e incluir cosas diferentes bajo una misma rúbrica, o tal vez la actitud defensiva con que se busca normativizar los aspectos que la vida íntima cobra en los espacios públicos. Nuevas morales del lazo social pueden producir un efecto problemático: interrumpirlo.

(*) Doctor en Filosofía y magíster en Psicoanálisis (UBA). Docente e investigador de la misma Universidad. Autor de los libros: “Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante” y “Ya no hay hombres. Ensayos sobre la destitución masculina”.

Porque, desde mi punto de vista, un piropo no vale por el contenido de sus palabras. Se puede ser ordinario con las palabras más elegantes.

(...) la pasión normativa que se arroga escandir los límites de lo permitido y no lo permitido, corre el riesgo de proponer una vigilancia de la intimidad en nombre de una protección del individualismo más feroz (...)