Crónicas de la historia

Juan José Castelli y la tragedia de un revolucionario

17-IMG586.jpg

 

A Santiago de Liniers, lo fusilan en agosto de 1810. De aquí en más, el vértigo de los hechos sobrecoge. Castelli sale de Córdoba, pasa por Tucumán, organiza las tropas criollas en Salta y en diciembre de 1810 derrota a los españoles en la batalla de Suipacha, la primera victoria militar de las armas patrias. Como consecuencia de ello, todo el Alto Perú queda en mano de los patriotas.

La actividad política y militar liderada por Castelli en esos meses es intensa y trascendente. Con él, la revolución de mayo adquiere entidad propia. A principios de 1811, son fusilados Vicente Nieto, Paula Sanz y José de Córdoba. Los héroes de Chuquisaca y la Paz están vengados. Goyeneche y el obispo cruzan presurosos el río Desaguadero. Castelli recibe orden de no perseguirlos, aunque quienes lo conocen afirman que se salía de la vaina para hacerlo. No se equivocaba. Pocas semanas después, quienes recomendaron “prudencia” con los godos, se iban a arrepentir de su “compasión”, pero ésa es otra historia.

Curiosa relación la de Castelli con los obispos. En Buenos Aires, es el que ordena la expulsión de Benito Lué y Riego; en Córdoba, destierra a Orellana y en Alto Perú intenta perseguir a monseñor Remigio la Santa. Lo destacable no es la buena o la mala voluntad de Castelli con los religiosos, sino la posición mayoritariamente contrarrevolucionaria de la alta jerarquía católica.

De todos modos y en homenaje a la verdad, una excepción merece destacarse. Se trata del arzobispo de Charcas, Benito María de Moxó que no sólo ofició una misa en homenaje a la Junta de Mayo, sino que donó en nombre suyo y de los curas de la diócesis la suma de seis mil pesos para el Ejército y la biblioteca de Buenos Aires.

Más allá de estas variaciones, propias de procesos históricos ricos en alternativas y alineamientos, la imagen de jacobino de Castelli es un atributo en el que por razones opuestas coinciden en reconocerle sus amigos y sus enemigos. Expresar al sector más radical de la revolución no le saldrá gratis. A las adhesiones entusiastas, se le suman como contrapunto los odios y resentimientos irreconciliables.

En mayo de 1811, proclama en Tiahuanaco el fin de la servidumbre indígena en Alto Perú y convoca a la unidad por la libertad de todo el continente. Con Castelli, la revolución adquiere tono social y americano. Sus decisiones le permiten conquistar nuevos aliados, pero gana enemigos poderosos y temibles.

De todos modos, no todas son flores. Castelli, como otros patriotas, tiene claro por convicción política y por estrategia militar que debe ganar a los indios para la causa de la revolución. Esto es verdad, pero lo que se conoce menos es que los indios en muchos casos hacían su propio juego y, según la conveniencia del momento se aliaban con los españoles o con los criollos. Es más, los ejércitos realistas de Tristán y Goyeneche estaban poblados por indios. El hecho merece mencionarse porque existen versiones edulcoradas acerca de la disposición de los indios para sumarse a la causa revolucionaria. No fue así. O, por lo menos, no fue tan así.

Castelli moviliza multitudes con sus decisiones audaces y sus discursos impecables. Como contrapartida, las disputas internas y aquello que los vecinos de las diferentes ciudades del Alto Perú califican como “pedanterías porteñas” habrán de restarle popularidad no sólo entre las castas dominantes sino en las clases populares, muy sensibles a las denuncias acerca de la impiedad de los patriotas.

En junio, las tropas criollas son derrotadas en Huaqui. Al respecto, muy bien podría decirse que los patriotas se derrotaron solos. Las fricciones internas, los celos y las rivalidades, entre oficiales, las disputas salvajes por el poder en Buenos Aires, crean las las condiciones favorables para la victoria española. Una batalla les alcanza y les sobra a éstos para recuperar el Alto Perú, iniciándose en la región ese ciclo histórico de idas y venidas, de avances y retrocesos, de victorias y derrotas, ciclo que se habrá de prolongar por lo menos hasta 1816, cuando los realistas derrotan a los criollos en Sipe Sipe y por unos cuantos años se quedan con el control del Alto Perú, aunque sin la posibilidad de avanzar desde allí hacia Buenos Aires.

Para el primer aniversario del fusilamiento de Liniers, Castelli recibe la orden de marchar hacia Buenos Aires para ser juzgado por sus faltas, imputaciones que incluían la causa por “traición”. A poco más de un año de su inicio, la revolución comienza a devorarse a sus principales hijos. Mariano Moreno descansa su sueño eterno en altamar; French, Berutti y Rodríguez Peña militan en la oposición y su libertad está amenazada; Antonio Balcarce también está en el banquillo de los acusados; al cura Alberti un disgusto político le provoca un infarto y la muerte; Manuel Belgrano debe rendir cuentas por su campaña en Paraguay; y, para esa fecha, el propio Cornelio Saavedra, en su momento cabecilla de la fracción considerada conservadora, va a ser confinado en San Juan.

Los últimos meses de Castelli en Buenos Aires son terribles. Ninguna humillación ni ningún sufrimiento le van a ser negados. Al bochorno de ser juzgado por traidor se le suma la desgracia del cáncer en la lengua. Increíble: al orador de la revolución, al autor de los alegatos verbales más duros, más irónicos y más lúcidos contra el poder colonial le van a cortar la lengua. La realidad es macabra, pero el símbolo es siniestro. Un cura festejará lo ocurrido diciendo que es un castigo de Dios por sus blasfemias. Ese otro cura intrigante y sinuoso que fue el deán Gregorio Funes, le escribe a su hermano Ambrosio una carta rebosante de alegría por la enfermedad del ex vocal de la Primera Junta. Los que en 1951 -según la leyenda- escribían en las paredes “Viva el cáncer” para celebrar la agonía de Evita, contaban con ilustres antecesores.

A las desgracias políticas, a Castelli se le suman las penurias económicas y las disidencias familiares. Su hija Ángela, se pone de novia con el coronel saavedrista, Francisco Igarzábal. Castelli en la ocasión se comporta como un padre tradicional, celoso y posesivo. Un señor llamado Carlos Marx muchos años después tendrá una reacción parecida con su hija, con lo que se demuestra que se puede ser muy revolucionario políticamente, pero esa voluntad de cambio y transformación no necesariamente alcanza a otros aspectos de la vida. Finalmente, la pareja cuyos amoríos cuentan con la aprobación de María Rosa Lynch, esposa de Castelli, se escapa de Buenos Aires con el previsible escándalo en una sociedad que vive tiempos revolucionarios, pero en estos temas es prejuiciosa y conservadora.

Castelli muere el 12 de octubre de 1812. A su entierro no asisten más de quince personas. No hay discursos de despedida ni honras oficiales, sólo el saludo laico y austero de algunos leales hermanos de la masonería. Algo parecido va a ocurrir ocho años más tarde en el sepelio de su primo Manuel Belgrano.

Las leyendas acerca de las últimas palabras de los patriotas han hecho las delicias de las efemérides escolares. Castelli no escapó a las generales de la ley, aunque en su casa sus últimas palabras fueron escritas porque el habla la había perdido. Se dice que sintiéndose morir, Castelli le hizo señas a su médico para que le acercara una hoja de papel y una pluma. Con las previsibles dificultades del caso escribe una frase que más allá de su existencia real hará historia porque expresa con tremendo patetismo la realidad de Castelli, pero también la tragedia de los revolucionarios que entregan su vida en nombre de esa causa. “Si ves el futuro, dile que no venga”.

por Rogelio Alaniz

[email protected]

Para el primer aniversario del fusilamiento de Liniers, Castelli recibe la orden de marchar hacia Buenos Aires para ser juzgado por sus faltas, imputaciones que incluían la causa por “traición”.

Juan José Castelli.

Los últimos meses de Castelli en Buenos Aires son terribles. Ninguna humillación ni ningún sufrimiento le van a ser negados.