Adolfo Bioy Casares: tres apuntes (*)
Adolfo Bioy Casares: tres apuntes (*)

El autor de este texto publicó, en 1992, un libro llamado “Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares” (Sudamericana). En la foto, Bioy en su madurez.
Foto: Alejandro Amdan/Télam/Archivo
Por Fernando Sorrentino (**)
1. Curiosidad insatisfecha
Yo no me cuento entre las personas que aducen haber mantenido con Adolfo Bioy Casares un trato personal frecuente y, mucho menos, íntimo. Para mí, fue siempre Bioy; nunca Adolfito. Lo conocí hace treinta años. Nuestra relación se desarrolló tímida, en lo que respecta a mí, y -probable consecuencia de esto- lejana -aunque siempre en extremo cordial- en cuanto a él. A lo largo de tan extenso lapso, hemos cambiado algunas pocas cartas, hemos sostenido algunos breves diálogos telefónicos y nos hemos visto las caras muy escasas veces. A mí, jamás se me habría ocurrido tratar de concertar una entrevista con él movido por el solo propósito de charlar, y menos aún por el tan abusivo fin de mostrarle un original: puesto que ninguna persona del mundo -salvo, en cada caso, el editor- leyó jamás un texto mío inédito, Bioy fue también una de las numerosísimas personas a cuyo juicio tampoco sometí lo que yo escribía.
En 1992, la Editorial Sudamericana publicó en un volumen (“Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares”) los diálogos que yo había mantenido con él en 1988. En esas sesiones -donde no todo era preguntar y responder-, hubo muchos ratos de grabador apagado, durante los cuales la charla corría según el azar de las asociaciones de ideas o de la simple pereza del momento. En esas prolongadas pausas, Bioy me relató unas cuantas anécdotas -algunas graciosas, otras tragicómicas- que, por implicar, a veces ridículamente, a figuras “importantes” de nuestro mundillo literario, no pasaron a formar parte de dicho libro. También me contó algunos detalles íntimos de su carrera de amador, detalles, al igual que las anécdotas, “que yo en mi memoria encierro /y que aquí no desentierro”.
Sin embargo, confieso que, hasta el día de hoy, tengo una curiosidad insatisfecha. Recuérdese que, en “El sueño de los héroes” (cap. XVI), el doctor Valerga obliga a Emilio Gauna a mirar una colección de fotografías. Yo le pregunté a Bioy en qué se había inspirado para crear la escena; la respuesta fue (pág. 115):
“A.B.C. —Lo de las fotografías lo tomé de un escritor que, según me contaron ciertas mujeres, cuando las llevaba a su departamento, primero las hacía mirar un álbum de fotografías donde él estaba rodeado de personas que en ese momento él consideraba más importantes que él mismo, para que ellas entraran en conocimiento de la persona con quien estaban.
“F.S. —Seguro que no podemos saber quién es ese escritor...
“A.B.C. —No, no puedo decir quién es...”.
Lo cierto es que me quedé con las ganas de saber quién era el tal escritor. Bioy no me lo dijo en aquel momento, y, pasado algún tiempo, yo ya no me acordé de preguntárselo.
2. La epidemia de entusiastas apóstatas
A la distancia, y sin necesidad de levantar un acta o de difundirlo por los medios de comunicación, yo, desde mi adolescencia, iba leyendo -y, a veces, releyendo- los libros de Bioy. En eso difiero del tropel de súbitos lectores que -digamos en los últimos diez, doce años, durante su brusco apogeo- le brotaron como multitudinaria epidemia a nuestro escritor (y que, en más de cuatro casos, son los mismos que, hace dos décadas, lo denostaban, iracundos, con humanitarios argumentos de “literatura comprometida”). Llevados por la nueva dirección del imprevisible viento, estos flamantes aprobadores de lo otrora desaprobado por ellos mismos, en ambos casos sin mayor examen, suelen, en todo tiempo y oportunidad, disponer de un medio de comunicación para expresarse (lucrativamente).
De tal manera que no juzgo imprescindible tomar en cuenta estas repentinas apostasías y unánimes conversiones para modelar mi propia opinión. Ésta, en realidad, siguió el curso opuesto. Es decir, el paso de los años, la experiencia, las nuevas lecturas, las relecturas, la comparación, el sentido común hicieron que yo tenga de Bioy la idea de una literatura en general grata y simpática, de prosa fluida y con toques irónicos, pero no siempre amigable (por ejemplo, “Plan de evasión” me pareció una suerte de inmenso obstáculo), no siempre con diálogos verosímiles (“El sueño de los héroes”), no siempre digna de prestarle atención (“La aventura de un fotógrafo en La Plata”). Y, al mismo tiempo, con alguna novela encantadora (“Dormir al sol”), algún cuento de sarcástica eficacia (“El calamar opta por su tinta”, “Encrucijada”), algún cuento casi perfecto (“En memoria de Paulina”).
3. Su imagen, su recuerdo
Me resulta muy fácil recordar cuándo y dónde conocí a Adolfo Bioy Casares. Ocurrió en el último tramo del año 1969 y en la vereda par de la avenida Santa Fe, en la cuadra que corre desde Juan B. Justo hasta Humboldt. Ése era mi barrio, y yo me sentía jugando de local.
En aquella época, Bioy Casares no era aún la persona cuyo rostro conocen inclusive quienes no lo han leído; pero yo sí lo había leído -y con mucha aprobación y con mucho entusiasmo- y había visto su foto alguna que otra vez. De manera que me permití detenerlo y saludarlo, y entonces se produjo allí un breve diálogo en el que seguramente Bioy se mostró cordial y simpático, y yo, nervioso y atolondrado: la prueba está en que sólo recuerdo que prometió enviarme su último libro.
Supongo que fingí creer en su promesa y, puesto en la actitud de quien está siguiendo una broma, le habré dado un papelito con mi nombre y domicilio. Pero lo cierto es que ahora tengo frente a mí un libro de tapas verdes y páginas que tienden al ocre: es el “Diario de la guerra del cerdo”, con la dedicatoria de Adolfo Bioy Casares fechada en noviembre de 1969.
Hacía muchos años que yo deseaba realizar un libro de entrevistas a Bioy Casares, parecido al que hice hacia 1970 con Borges. Casi veinte años más tarde, llegó el día en que pude sentarme, con un grabador, frente a Bioy, en el quinto piso de la calle Posadas, ahora con una rutina y un plan establecidos. Terminaba el invierno de 1988, y así, durante siete mañanas de sábados, me dediqué a grabar mis preguntas y sus respuestas.
Esas circunstancias propicias, en las que siempre me sentí muy cómodo, me permitieron observarlo. Nunca estuvo a la defensiva, ni cuidando los vocablos ni tratando de ganar prosélitos o de convencer; así, fue diciendo lo que le dio la gana, y en el orden y la disposición más espontáneos; olvidado del grabador, se encontraba distendido y matizaba su conversación con pausas, inflexiones, silencios, sonrisas, miradas y hasta alguna carcajada de vez en cuando.
Yo a Bioy lo percibí -precisamente por esa falta de autoprecauciones, de ese descuido de su “imagen”- como un hombre superior, y libre, por eso mismo, de necedades y de suspicacias; un hombre que sabía reírse de sí mismo y que pudo relatar con una sonrisa más de un episodio en el que no salía del todo bien parado; un hombre al que no lo molestó en absoluto mi opinión de que tal obra suya tendría tal o cual defecto; un hombre, en fin, que no se movía histriónicamente en una escenografía de profeta angustiado, apta sólo para impresionar a personas tan cándidas como indocumentadas; un hombre, en fin, que sabía que, pese a los éxitos y a las pompas, ninguna cosa merece tomarse con excesiva seriedad.
Su producción, relativamente extensa, dista de ser homogénea. Con el mismo derecho de un mero lector más, creo -ya lo dije- que “En memoria de Paulina” se parece mucho a un cuento perfecto, y por eso sus relecturas me acompañan desde hace cuatro décadas. Tales palabras escribí, en abril de 1999, sobre ese amable caballero argentino que nos acompañó entre el 15 de septiembre de 1914 y el 8 de marzo de aquel año.
(*) Texto basado en un artículo anterior, publicado en la revista “Proa” (director: Roberto Alifano), Nº 40, Buenos Aires, marzo-abril 1999, págs. 17-19.
(**) Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942. Es profesor de Lengua y Literatura.
Sus últimos libros de cuentos son “Costumbres del alcaucil” (2008), “El crimen de San Alberto” (2008), “El centro de la telaraña” (2008), “Paraguas, supersticiones y cocodrilos” (2013), “Problema resuelto / Problem gelöst” (edición bilingüe español/alemán, 2014), “Los reyes de la fiesta y otros cuentos con cierto humor” (2015). Es autor de dos volúmenes de entrevistas: “Siete conversaciones con Jorge Luis Borges” (1974) y “Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares” (1992). Más información en: www.fernandosorrentino.com